Nuestra Voz

El poder sanador de la gratitud

“A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión”. “¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh en una tierra extraña?”, exclama el salmista haciéndose eco del clamor de los israelitas desterrados en Babilonia. (Salmo137 (136))

Así nos sentimos muchas veces los inmigrantes que salimos de nuestra tierra, sobre todo cuando allá dejamos seres queridos como nuestros padres y hermanos. Con el tiempo, la nostalgia ya no es sólo porque estamos lejos, es también porque los seres queridos empiezan a partir a la eternidad. La nostalgia se hace más profunda, nos golpea la realidad de que no nos volveremos a ver hasta cuando nos reunamos de nuevo en la patria celestial.

Este mes de noviembre celebramos la fiesta tradicional del Día de Acción de Gracias en la nueva tierra a la que hemos aprendido a amar y en la que estamos aprendiendo a vivir. El Santo Padre Francisco nos dijo en su visita del pasado septiembre que “la alegría brota de un corazón agradecido”; que debemos pedir la “gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud”.

Recuerdo a un amigo indocumentado muy querido que estando en la cárcel me dijo: “Señora Teresa, dele gracias a Dios porque estoy aquí. Es en esta celda donde estoy recapacitando y donde me estoy proponiendo ser un hombre nuevo”. Su actitud estaba sanando su soledad y sus culpas. Me conmovió mucho, y me di cuenta de que si él podía dar gracias allí, privado de su libertad, yo no tenía derecho a quejarme de nada.

Lo mismo pensé después de visitar a mi querido estudiante Manuel, quien con muchos sueños, con una carrera recién terminada, con un trabajo excelente, se vio obligado a recluirse en su casa porque el cáncer que le dio de niño le había vuelto con agresividad despiadada. A sus veintiséis años, con el corazón lleno de paz, me dijo al despedirme: “Le doy gracias a Dios por cada día extra que puedo vivir”. Así me enseñó que una actitud agradecida puede sanar el alma y la mente, aunque en su caso ya fuera imposible sanar el cuerpo.

En el mes de noviembre celebramos también el Día de los Fieles Difuntos. Para muchos de nosotros la lista se está haciendo larga. La nostalgia de los que se nos han adelantado nos inunda. Mi madre, a sus 95 años, se pregunta por qué todos se están yendo —incluyendo a dos de sus hijos—, mientras ella sigue viva. ¡Su nostalgia es infinita! Para alegrar sus días le hago memoria de lo mucho que Dios le ha dado. Hacemos una lista de las bendiciones recibidas, entre ellas haber sentido la presencia de Dios en medio de enfermedades, sufrimientos y muerte. Ya se le está haciendo un hábito decir: “Ya no me quejo; cada mañana le doy gracias a Dios por un día más, y por lo mucho que me ha dado.” La gratitud sana todo nuestro ser. Nos ayuda a ser optimistas y a vivir alegres aun en medio del dolor, las enfermedades y las dificultades. Cada día es un nuevo reto. Asumir este reto dando gracias a Dios por todo, como nos enseña San Pablo en la Primera Carta a los Tesalonicenses (5, 18), es una práctica que puede cambiar nuestra manera de vivir, para así “cumplir con nuestra vocación de cristianos”, como dice el Apóstol en el mismo versículo.

En el Salmo 103(102), el salmista hace una lista de bendiciones recibidas. Empieza diciendo: “Alma mía, bendice al Señor, alaba de corazón su santo Nombre. Bendice al Señor, y no olvides tantos beneficios de su mano”.