Columna del Obispo

La realidad de la inmigración

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

La politización actual del tema de los trabajadores indocumentados en nuestro país es realmente nefasta. Es un problema social que demanda nuestra atención y que requiere una solución, pero no es un problema que se pueda resolver sin abordar las tendencias racistas y xenófobas que se ocultan tras la fachada pública incluso en sociedades justas.

Mi análisis no será religioso, aunque por supuesto, la Escritura nos ofrece suficiente material de reflexión sobre el tema de cómo tratar a los trabajadores extranjeros que viven en medio de nosotros. El libro del Deuteronomio dice claramente a los israelitas que no deben abusar de trabajadores extranjeros y que deben reservar una parte de la cosecha para esos trabajadores, y les recuerda que ellos también, siglos antes, habían sido forasteros en el país de Egipto.

Baso esta defensa de los trabajadores inmigrantes en estudios realizados en el pasado y en el análisis actual, lo que nos permitirá entender el déficit de fuerza laboral que nuestro país tiene en varios sectores como, por ejemplo, en la agricultura, la construcción y la industria de los servicios. Los trabajadores honrados merecen ser defendidos, en primer lugar porque dan su contribución a nuestra sociedad y nuestra economía, y en segundo lugar porque son seres humanos con dignidad, derechos y responsabilidades.

commons.wikimedia.org

El tema de la ilegalidad es frecuentemente explotado y mal entendido. Los inmigrantes indocumentados han entrado al país sin los trámites correspondientes o han excedido o violado los términos de sus visas temporales trabajando con documentos falsos —lo cual se ha hecho más común en años recientes. Como seres humanos, no pueden ser “ilegales”. Es más, realizan trabajos honrados que nuestra sociedad necesita.

A fines de los años ochenta, realicé uno de los primeros estudios sobre inmigrantes indocumentados, financiado por el Departamento del Trabajo de Estados Unidos, para una tesis. Constaté que en el área metropolitana de Nueva York, a la inmensa mayoría de los trabajadores indocumentados se les descontaba de su salario la contribución al Seguro Social.

Esto sigue siendo cierto hoy en día. En realidad, el director de actuaría de la Administración del Seguro Social ha informado que los trabajadores no autorizados hacen contribuciones netas de $12,000 millones anualmente al Seguro Social, pero la mayoría de ellos nunca recibirá beneficio alguno del Seguro Social.

El Instituto de Políticas Impositivas y Económicas calculó que los inmigrantes indocumentados pagan $11,600 millones al año en impuestos sobre los ingresos, las ventas y la propiedad. Sin embargo, estos trabajadores eran, y siguen siendo, prácticamente invisibles en

la fuerza laboral, pues se pierden entre los ciudadanos estadounidenses, residentes legales y las otras personas indocumentadas con las que trabajan.

La necesidad de fuerza de trabajo de nuestra sociedad parece no hacer distinciones a la hora de hallarla. La mayoría de los empleadores tratan a sus trabajadores decorosamente y respetan la ley, pero el modelo empresarial de algunos depende de la explotación de inmigrantes vulnerables.

Hoy escuchamos una frase que parece un grito de guerra: “Mis antepasados vinieron a este país legalmente, ¿por qué esta gente ha llegado ilegalmente?” Un breve repaso de nuestra historia inmigratoria nos muestra que hasta 1924, con excepción de los chinos y otros pocos grupos, no existían restricciones a la inmigración estipuladas por las leyes de Estados Unidos y, por tanto, no existían inmigrantes indocumentados en el sentido que entendemos hoy esa expresión.

Antes de esa fecha, los inmigrantes sólo necesitaban tener un patrocinador que garantizara que no se iban a convertir en carga pública y cumplir con los requisitos de salud pública.

Hoy en día seguimos recibiendo trabajadores inmigrantes que puedan realizar trabajos importantes. Sin embargo, no ofrecemos suficientes oportunidades legales para que entren al país todos los trabajadores que éste necesita. La mayoría de las violaciones a las leyes inmigratorias que ocurren como resultado son violaciones de la legislación civil, no delitos criminales. No se puede obviar esta distinción.

Está demostrado —gracias a un reciente estudio del Journal on Migration and Human Security, titulado “Población indocumentada cae por debajo de los 11 millones en 2014”—, que la población indocumentada ha estado disminuyendo por ocho años, principalmente a causa del declive en el número de mexicanos indocumentados. Esta tendencia es producto de varios factores, entre ellos la limitada disponibilidad de ciertos trabajos. Hoy en día, debido a un exceso de mano de obra en varias áreas y a ciertas leyes restrictivas, muchos indocumentados han regresado a sus países de origen.

Sin embargo, la situación de los beneficiarios potenciales de la ley de Acción Diferida para Padres de Ciudadanos Estadounidenses y de Residentes Permanentes (DAPA) y la ley de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) es muy diferente. La mayoría de las personas que han vivido en Estados Unidos durante mucho tiempo y tienen hijos niños nacidos en Estados Unidos o que fueron traídos al país siendo niños pequeños, están integrados a la sociedad y les sería muy difícil regresar a sus países de origen. En el caso de los padres, tendrían que regresar a su país de origen dejando a sus hijos por detrás o quedarse ilegalmente en Estados Unidos con sus hijos para mantener a la familia unida.

A lo largo de la historia de Estados Unidos, nuestro sistema político ha reconocido repetidamente que ciertos grupos que no cabían en las categorías legales de inmigración debían tener la oportunidad de legalizar su situación.

En general, existen dos métodos para que las personas indocumentadas que no reúnen los requisitos para recibir una visa puedan legalizar su situación. El primero, la cancelación de traslado, atañe a las personas que están en riesgo de deportación. Se aplica a personas de buena conducta que han vivido en el país continuamente durante al menos diez años, y cuya deportación significaría un “sufrimiento excepcional y extraordinario” para familiares cercanos que son ciudadanos estadounidenses o residentes permanentes.

La segunda, llamada registro, correspondería a personas que han residido en el país continuamente por un período muy largo (por ejemplo, aquellos que han residido en el país desde antes del 1 de enero de 1972) y que cumplen también con el requisito de buena conducta y otros semejantes.

La fecha límite para el registro ha sido adelantada varias veces desde la década del veinte, pero no ha variado en los últimos 30 años, desde la . El registro es una sección muchas veces olvidada de una ley de inmigración que en su origen fue un intento de regularizar (o “registrar”) la situación de personas que no reunían los requisitos exigidos por las primeras leyes de inmigración o el sistema de cuotas de la década del veinte. Entre estos estaban los marineros que abandonaban su barco. Adelantar la fecha límite del registro cada cierto tiempo permitiría regularizar la situación de muchas personas que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses por nacimiento y que tienen profundas raíces en nuestra sociedad.

El problema que hay que enfrentar es la ruta posterior a la ciudadanía. Excluir a los indocumentados de la posibilidad de hacerse ciudadanos sería regresar a una sociedad de dos niveles. Tenemos suficiente experiencia con la exclusión de los antiguos esclavos y sus descendientes para saber que ningún grupo que forme parte de nuestra sociedad debe ser excluido de los derechos de la plena ciudadanía. Hay varias maneras de lograr este objetivo.

Es importante que analicemos la situación actual legal y lógicamente. Los que promueven la deportación masiva parecen no entender lo que eso podría significar para nuestra reputación, y para la vida de las personas deportadas. Se calcula que los costos de tal deportación masiva ascenderían a $400,000 millones, y que provocaría una caída de alrededor de un millón de millones de dólares de nuestro Producto Interno Bruto.

Debemos remar mar adentro en las aguas de nuestra memoria colectiva como nación de inmigrantes. No podemos olvidar las contribuciones que en el pasado y en el presente han hecho los nuevos estadounidenses a la construcción de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia.