En una nueva Audiencia General, como es habitual cada miércoles en el Vaticano, el Papa Francisco ha reflexionado, en esta ocasión, sobre la segunda bienaventuranza mencionada por Mateo: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
El dolor de los justos
El Papa explica que según la gramática griega, el verbo usado para hablar de los que “lloran” en esta bienaventuranza se usa un verbo activo que indica que los bienaventurados no son pasivos de frente al sufrimiento, sino que el llanto brota de un “un dolor interno que se abre a una relación con el Señor y con el prójimo […] se trata de amar al otro de tal manera que nos unamos a él o ella hasta que comparta su dolor.”
El llanto
El Santo Padre ha explicado que este llanto del que se habla puede tener origen en “la muerte o el sufrimiento de alguien o en el dolor por el pecado personal.”
Llorar por otros el fruto de “no permanecer distante” y permitir que “nos rompan nuestro corazón.” Recordó que las lágrimas son un don que nos ayudan a ablandar el corazón para “abrir los ojos a la vida y al valor sagrado e irremplazable de cada persona, dándonos cuenta de lo corto que es el tiempo”.
Refiriéndose a las lágrimas que nacen de la conciencia del propio pecado, el Pontífice advirtió que llorar es mejor que enojarse, porque el llanto “es el grito por no haber amado, que surge de tener la vida de los demás en el corazón,” mientras que el enojo es expresión del orgullo.
Las lágrimas que purifican
Hacia el final de su catequesis el Papa hizo una contraposición entre Pedro y Judas: “Pedro miró a Jesús y lloró: su corazón se renovó. A diferencia de Judas, quien no aceptó que había cometido un error y, pobre hombre, se suicidó,” y citó el discurso ascético de san Efrén, el sirio, que reza: “un rostro lavado con lágrimas es indescriptiblemente hermoso,” para señalar cómo las lágrimas dejan transparentar la “belleza del arrepentimiento.”
Así concluyó la catequesis sobre la segunda de las Bienaventuranzas, que nos indica una actitud fundamental en la espiritualidad cristiana: el dolor interior que nos abre a una relación nueva con el Señor y con el prójimo.