La hermana Victoria nació en Cuenca (Ecuador) en octubre de 1971 en el seno de una familia humilde. Sus padres Lauro y María Natividad se dedicaron con esmero a mantener en sus cuatro hijas los valores cristianos y la fe, lo cual ayudó a cimentar las bases de la que hoy es su vida consagrada.
Al ser la hija mayor, sus padres la protegían especialmente de los peligros y tentaciones del mundo. Luego, al nacer sus hermanas, se encargó del cuidado de ellas pues sus padres trabajaban, así que éste fue su rol en la familia por muchos años. “Así como que haya tenido una niñez no realmente, no la tuve, porque tuve mucha responsabilidad”, asegura.
A la edad de 14 años sintió por primera vez el llamado a la vida consagrada, tras ingresar al grupo de catequistas de su iglesia motivada por su padre. “Me entró al coro de la parroquia y pues él me iba impulsando a tener contacto con religiosas y como que nacía eso de querer ser religiosa”, comenta la hermana Victoria.
Al paso de los años esa idea se fue desvaneciendo de a poco. Terminó bachillerato, conoció a un muchacho y en su corazón comenzó a vivir una lucha entre su deseo de consagrar su vida al Señor o estudiar una carrera universitaria, graduarse y en un futuro formar una familia.
Finalmente se decidió por la segunda opción. “No dejé de ser catequista en mi parroquia y así fue transcurriendo mi vida hasta que llegué a la Universidad, pero cuando estaba en el primer año mi papa tuvo un accidente y falleció”, recuerda.
Este acontecimiento la dejó sumida en la tristeza y también le cambió radicalmente sus planes. Al quedarse sola su mamá con sus hermanas, ella tenía que cambiar su rumbo, dejar la universidad y trabajar para ayudar con el sostenimiento de su familia, que atravesaba por una situación muy difícil”.
En ese momento muchos cambios ocurrieron en su vida pues comenzó a trabajar como secretaria, terminó con su novio y se apartó completamente de la iglesia. “No entendía porque mi papá murió tan joven, ósea todo ese concepto de Dios, como que en ese momento pasó una oscuridad en mi vida”, recuerda la religiosa.
“Él lo era todo para mí, si sacaba buenas notas era para él, si decía que yo fuera catequista yo era catequista, si decía que yo fuera al coro yo iba al coro […] formé un equipo de fútbol con amigas y mi papá siempre estaba apoyándome en todo, nunca dijo no, siempre me acompañaba”, asegura.
No sólo ella sino toda su familia perdió el horizonte, su mamá cayó en una profunda depresión tras perder a su esposo, así que ella, con 19 años, tuvo que asumir el control de la familia, tomar decisiones, ver por la educación de sus hermanas pequeñas y solventar los gastos de la casa con su salario.
Un día en su trabajo ocurrió algo que nadie quisiera vivir. “Entraron a asaltar a las oficinas, sólo estábamos el muchacho de bodega y yo. Nos amarraron las manos y querían dinero, pero la empresa no trabajaba con efectivo sino con cheques y depósitos en el banco”.
“Me tiraron al piso, me vendaron, me amarraron las manos y me pusieron una pistola en la cabeza. En ese momento pensé ‘Dios mío qué estoy haciendo con mi vida’ […] vi que a ellos no les importaba si me mataban o no y lo único que hice fue pedirle a Dios perdón por todos los pecados que había cometido y que cuidara de mi familia”, recuerda la hermana.
Asustada comenzó a rezar un Padre Nuestro y cuando terminaba de rezar un Ave María, ellos gritaban “¡ya es la hora, ya es la hora” y rápidamente escaparon.
“Yo pensé en ese momento que Dios me había dado otra oportunidad, así lo vi y empecé a acércame nuevamente a la parroquia, a la catequesis y a toda la gente que me apoyó en el pasado […] y así empecé a descubrir muchas cosas que antes no veía. ¡El amor mismo de Dios!”, afirma.
Al momento de la llegada de un nuevo párroco en su iglesia, ella servía como coordinadora de catequesis y secretaria del concejo parroquial, además seguía dedicada a su trabajo, de modo que tenía una vida muy ocupada.
Luego que en repetidas ocasiones el sacerdote le preguntara si nunca había considerado ser religiosa, ella fue contemplando la posibilidad y viendo al pasado, poco a poco comenzó a sentir ese llamado y deseo de seguir el camino de la vida consagrada.
Un día las Hermanas Misioneras de María formadora llegaron a la parroquia por invitación del párroco para servir en la Universidad Católica de Cuenca, de la cual su parroquia formaba parte.
Así empezó a ir con ellas y a buscarlas para hablar, mientras en su interior crecía el anhelo de servir a Dios.
En ese punto, a sus 38 años, sintió que su vida tenía un mejor propósito que trabajar y ayudar en su iglesia. “Descubrí que uno puede darle todo a Dios […] ya mis hermanas tenían la edad suficiente y podían hacer con su vida lo que quisieran, entonces me tocaba pensar en la mía”, asegura.
“En este proceso y este caminar en que uno va cada día, va conociendo mas ese amor a Dios, esa intimidad en el encuentro con Él hace que uno tenga ese deseo de servirle, de querer salvar almas para Él, entonces ese deseo y esa necesidad hace que uno se entregue cada día más en ese proceso. Todo es un proceso, nadie se enamora de un momento a otro”, dice.
Su aspirantado lo inició en marzo de 2010 y luego concluyó su postulantado un año después. Tomó sus votos temporales el 11 de noviembre de 2016 y espera tomar sus votos perpetuos este año.
En su ministerio la hermana Victoria ha servido en Ecuador, República Dominicana y el pasado mes de enero llegó a Nueva York para unirse al grupo de religiosas de la congregación que sirve a la comunidad de Nuestra Señora de los Dolores en Corona (Queens).