En el mes de Octubre, pero de 1978, asumió la cátedra de Pedro el papa Juan Pablo II, hoy santo canonizado de la Iglesia Católica.
Y hace pocos meses atrás, el 18 de mayo, se celebró una fecha trascendente: el centenario de su nacimiento, que ha dado inicio a un año jubilar de celebraciones que irá hasta el 2021.
Los católicos y muchos en el mundo lo recuerdan como alguien que tuvo siempre un mensaje orientador para los hombres y mujeres de su tiempo, especialmente, en lo referido a la protección de todas las etapas de la vida humana. Y también porque lo hizo hasta el final, hasta que no pudo más.
“Con la fuerza de un gigante”, describió el papa emérito Benedicto XVI su largo pontificado de 27 años, durante el cual reivindicó la esperanza del hombre en Cristo, “con una tendencia irreversible”.
Algo que no consiguieron frenar ni las balas, ni la censura y, menos aún, su larga enfermedad.
San Juan Pablo Magno
Es evidente que el papa Wojtyla utilizó su posición y su experiencia para impregnar las culturas con la naturalidad y la convicción de su ser cristiano, con un auténtico celo por la casa de Dios.
¿Por qué sus actividades se convirtieron en los sucesos más multitudinarios del planeta? y, ante su muerte, ¿por qué fue tan llorado? o, en sus exequias, ¿acaso no fue el más aplaudido, mientras se pedía su canonización inmediata?
Digamos que todo esto sucedió porque animó y sostuvo a los cristianos -libres o impedidos de expresar su fe-, a través de aquel llamado inicial: ¡No tengan miedo! Su discurso llenó al mundo de valentía, porque esa voz provenía de alguien que había sentido miedo frente a la persecución de dos dictaduras, en las cuales vio de cerca la carestía, la clandestinidad y el temor del Estado.
Nadie olvidará que hasta al papado llegó un obispo venido de lejos, probado en su fe, cuyos estudios eclesiásticos debió hacerlos desde las catacumbas. Sería en medio de esas privaciones, desde donde se erguiría como artífice de la paz y la libertad en su natal Polonia.
Luego de la elección papal, visitaría el país ocho veces, entre 1979 y 2002. Durante los años de pontificado dejó un legado de catorce encíclicas, quince exhortaciones apostólicas y cientos de mensajes, cartas y discursos a la humanidad. Entrañables fueron sus cartas a los niños, a las mujeres y a las familias, solo por citar algunas.
A esto hay que sumarle el Código de Derecho Canónico vigente, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, así como el Catecismo de la Iglesia Católica y las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), de las cuales es su indiscutible patrono.
Un hombre de diálogo
Con esa autoridad bien ganada pudo alzar la voz y reclamar en varios idiomas. Tuvo un liderazgo de servicio, que le permitía retomar la senda del diálogo e invocar la tolerancia hacia las minorías étnicas o religiosas.
A él, no lo han elevado a los altares solo por haber sido Papa sino, principalmente, por su valentía, sacrificio y tenacidad defendiendo la fe católica. En su ruta hacia la santidad, san Juan Pablo II siguió un método que nunca falla: rezaba día y noche, una costumbre de la que no se alejó nunca, ya que, según testigos, mientras estaba más enfermo, ¡más se arrodillaba!
Siempre habló a la mente y al corazón sin medias tintas; para eso, aprendió lenguas difíciles y lejanas, a fin de comunicarse mejor en sus viajes al África, Asia, Oceanía o a América Latina.
Justamente este último lugar, al que él mismo llamó el “Continente de la Esperanza”, sintió su cercanía y presencia en las asambleas del CELAM de Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), que luego devinieron en importantes documentos orientadores.
Hoy se puede constatar que todo lo que aportó a su tiempo, lo hizo sin violentar ninguna cultura, ni credo ni menos aún a alguna raza.
Lo obtuvo de manera intuitiva, como quién sabe dejar la huella de Dios en todo ser y cultura que se abre al creador, y que acepta purificarse por medio de un evangelio que libera y reconcilia a la vez.
Esto se cristalizó en sus cientos de viajes, mediante los cuales dejó para la posteridad mensajes, imágenes, cantos en su honor, estadios y plazas perennizadas, universidades y seminarios, coronados todos estos con su escudo, que llevaba de modo filial la M de María.
Junto a ello, el mundo lo seguirá recordando como aquel que pidió perdón por los excesos de la Iglesia y reivindicó a Galileo.
Entretanto, abría un espacio fresco al magisterio medioambiental, lo que abonó de modo favorable para que los esfuerzos del papa Francisco dieran la certeza de la continuidad.
Las reliquias del santo se veneran en un altar lateral de la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Allí lo visitan diariamente cientos de fieles, para encontrarse con su “papa amigo”.