En una Navidad, hace algunos años, tuve una dificultad grande y dolorosa con un familiar muy querido. La noche del 24 de diciembre, sentí que en mi corazón sólo había espacio para el dolor. Fui a la Santa Misa de medianoche casi como una autómata. Busqué el lugar donde habían hecho el Nacimiento y me senté muy cerca de él. Mientras escuchaba los alegres villancicos fijé mis ojos en la Madre que sostenía en sus brazos al bebé de sus entrañas. Me inundó un sentimiento de profunda ternura. Miré hacia arriba y me di cuenta que justo en el mismo lugar, a la derecha, en la pared estaba pintada la Madre Dolorosa sosteniendo a su hijo bajado de la Cruz. ¡Me estremecí! La cuna de la alegría y el dolor del Calvario estaban juntos. La gracia y misericordia de Dios Padre sostenían a la mujer escogida desde la eternidad para enseñarnos que el gozo y el dolor son parte de nuestro peregrinar por la vida. “¡María!”, gritó mi corazón, “madre de gracia, madre de misericordia, ruega por nosotros”.
“Madre de la Misericordia” la llama el Santo Padre en la Bula, o documento oficial, en el que convoca el Jubileo Extraordinario de la
Misericordia, que da comienzo el 8 de diciembre. Es el día de la Inmaculada Concepción, es decir, la fiesta en la celebramos que María fue preservada de todo pecado desde su concepción. En el número 24 de la Bula, el Papa nos pide que dirijamos el pensamiento a la Madre de la Misericordia, para que “la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios”.
“La ternura de Dios”, ¡qué frase tan bella y tan profunda! En nuestra experiencia, conocemos la ternura como un sentimiento primordialmente maternal. Por eso acudimos a la madre en nuestros días alegres y en nuestras noches oscuras. Esa es la razón por la que mi corazón herido, aquella Nochebuena, se sintió atraído a la madre que mecía a su hijo en la cuna; e inmediatamente, como un imán me llevó a contemplar el misterio del Calvario.
Sin darme cuenta, mis ojos se clavaron en la figura del ser que estaba en sus brazos; y es que María nos lleva a su Hijo, porque como dice el Papa en la misma Bula, “custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús”. Ella, “al pie de la cruz, junto a Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno”. (# 24) ¡Esa es la ternura de Dios!
En los días felices de nuestras vidas al ver a María sosteniendo a su hijo nos regocijamos con ella, aprendemos de ella y nos congratulamos con ella. En las noches oscuras nos identificamos con ella, lloramos con ella y le suplicamos a ella que la misericordia de Dios nos alcance, nos alivie y nos dé fuerzas. En este Año de la Misericordia, siguiendo la petición del Papa, “dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración de la Salve, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús”. (# 24)