* Por Cruz-Teresa Rosero
Mi madre, en sus últimos años, decía que la muerte no la asustaba porque en su corazón había mucha paz. ¿Y qué es tener paz mamita? Le pregunté. “Es haberlo perdonado todo”, me replicaba. Ah, entonces la paz llega al alma cuando no hay ni odios, ni resentimientos, ni violencia en el corazón.
¿Y qué pasa con esos acuerdos de paz que hacen los países en guerra, las parejas en problemas, los partidos políticos, los narcotraficantes? La Historia y la experiencia nos dicen que en muchos casos estos acuerdos de paz son temporales. Son ciclos en que se pausa la violencia por conveniencias políticas y económicas. Esa no es la Paz de Jesús. Su Paz es profunda, invade lo más profundo del ser, toca el corazón con el arrepentimiento por los pecados cometidos y la certeza de ser amado por un Dios lleno de amor y misericordia.
Jesús les dice a sus discípulos en el discurso de despedida “Les dejo la paz, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo”. Y sabiendo el sufrimiento que les esperaba, los exhorta y conforta: “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Juan 14,27). Después de su muerte y resurrección saluda a sus discípulos diciéndoles: “La Paz sea con ustedes”. Él sabe que es preciso calmar sus miedos y ansiedades; sabe que sus discípulos están muy tristes, asustados y frustrados porque abandonaron al Maestro y porque a ellos los pueden perseguir y matar también. Sabe que su aparición les dará más miedo porque los muertos no se levantan ni caminan por ahí. Por eso, su saludo es de paz, una paz que calma la ansiedad, que sana las raíces del miedo y del pecado.
En el mundo de hoy, la paz es un anhelo que para muchos es un sueño, un deseo que se desvanece ante tantos problemas, ante violencia tras violencia. Quizás la búsqueda de la paz no está en el montón. Cuando mi madre me dijo que tenía paz se refirió a ella, no a su alrededor, que, de hecho, estaba inundado de conflictos. La paz hay que trabajarla desde adentro, a nivel individual. Eso es un trabajo de toda la vida. Muchos la buscan a través de visitas constantes al psicólogo buscando remedios para la ansiedad que los domina. Según la OMS, “Los trastornos de ansiedad son los trastornos mentales más comunes del mundo: en 2019 afectaron a 301 millones de personas”.
Los apóstoles no fueron la excepción al miedo y ansiedad. Habían perdido al que les dio autoridad y fortaleza con sus milagros y enseñanzas. ¡Habían matado al que era su amor y su esperanza! Se sienten impotentes porque no pueden confiar en nadie, pues fueron testigos de cómo los mismos que lo aclamaron lo condenaron a la crucifixión. ¡Temen por su vida! No saben lo que el futuro les depara. Se encierran acompañándose en la desesperanza, soledad y ansiedad.
Todos estas emociones y sentimientos envuelven al ser humano de hoy, incluyendo a los que nos consideramos fieles seguidores de Cristo. Duele la cabeza, el estómago y hasta el insomnio encuentra un hogar donde ver pasar las horas. Se visitan médicos especializados, se toman toda clase de pastillas, y todos los tés que recomiendan los amigos. Después de tantos análisis muchos terminan diciendo: “El doctor dice que no tengo nada”.
Por otra parte, hay enfermos con diagnósticos serios que hablan de su enfermedad y aún de su muerte con mucha paz: “Es la voluntad de Dios. Él me da su gracia. Me he puesto en paz con Dios, conmigo mismo y con los demás”. Ese ponerse en paz con Dios es un trabajo diario. Es un largo proceso de sanación en todos los niveles. Si bien es cierto que la medicina ayuda, la paz de Jesús lo abarca todo. Él les dijo a sus apóstoles que el Espíritu Santo les recordaría todo lo que les había enseñado. Así fue. Después que recibieron la promesa del Espíritu se acabó el encierro físico y el encierro interior. Se convirtieron en personas valientes y decididas capaces de enfrentar hasta el mismo miedo a la muerte.
Recordemos la promesa, dejémonos invadir por la presencia del Espíritu de Jesús en todo nuestro ser. Apropiémonos del consejo de San Pablo a los Filipenses, 4, 5-7: “El Señor está cerca. No se inquieten por nada; antes bien, en toda ocasión presenten sus peticiones a Dios y junten la acción de gracias a la súplica. Y la paz de Dios, que es mayor de lo que se puede imaginar, les guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”.
La oración, la súplica y la acción de gracias limpian la mente y el corazón y dan como fruto la paz de Jesús.