En mi libro Salvar los Hijos abordé la necesidad de la presencia real de los padres —sobre todo de la madre en los primeros años— y el efecto nocivo que el uso precoz de las pantallas tiene en el desarrollo afectivo y cerebral de los niños. Siguiendo esa línea, quisiera tratar hoy otro aspecto igualmente esencial en esta misma etapa de la vida: la educación positiva y el juego como cimientos de la vida moral entre los cero y los tres años.
Educar no es solo corregir. En la primera infancia, la corrección tiene sentido únicamente cuando se apoya en una base sólida de vínculo y afecto. Educar positivamente no significa permisividad, sino reconocer que se forma la voluntad reforzando el bien antes que combatiendo el mal. No se trata de eliminar la corrección, sino de darle su justo lugar: primero amor, luego estructura, y después, solo entonces, la corrección. El niño aprende no por temor, sino por confianza; no por imposición, sino por pertenencia.
Una infancia saturada de “no”—no toques, no grites, no corras—crea un clima de tensión que impide el florecimiento moral. La voluntad, que más tarde la gracia de Dios elevará, necesita primero dirección positiva, un fin concreto y la alegría de saberse capaz de hacer el bien. El niño obedece verdaderamente cuando descubre que su obediencia produce gozo en quienes ama y de quienes depende. Como recordó el psicólogo Martin Seligman, pionero de la psicología positiva:
“La verdadera motivación y la resiliencia nacen del refuerzo del éxito, no del castigo por el error. Las personas —y especialmente los niños— aprenden a ser responsables cuando descubren que son capaces de producir buenos resultados.”
(Seligman, The Optimistic Child, 1995).
Antes de que exista argumentación moral, existe vínculo. El canal educativo de los primeros años no es la palabra, sino la relación y el ejemplo. Un niño que siente que su obediencia alegra a su madre tenderá a repetirla, no por halago, sino por amor. En la infancia, la moralidad nace de la confianza, y la confianza nace del amor visible que se siente cuando los padres estan realmente presente. Es necesario apostar al vínculo afectivo con los hijos, principalmente en la primera infancia.
En la obra Felicidad auténtica de Martin E. P. Seligman, destaca un aspecto fundamental de la crianza positiva en la primera infancia a traves del establecimiento de un vínculo seguro, ilustrado a través de su propia experiencia con el momento de dormir de sus hijos.
Seligman describe esta técnica como una forma de crear vínculos afectivos o “vinculación segura” entre el bebé y los padres. El autor explica:
“La razón básica es crear vinculación segura por medio de atención pronta y continua. Cuando el bebé encuentra a los padres pegaditos a él toda vez que se despierta, el miedo al abandono desaparece y crece la sensación de seguridad.”
Este comportamiento de respuesta rápida y cercanía en el ambiente nocturno es crucial. Al fomentar la certeza de que el niño puede confiar en sus padres y que es amado por ellos, esta práctica va más allá de un simple método para dormir. Se convierte en un mecanismo que previene el miedo al abandono y refuerza la seguridad emocional, sentando las bases para el desarrollo positivo futuro.
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Esta práctica se alinea con el principio de que la emoción positiva es clave para el crecimiento, ya que un bebé que se siente seguro está más dispuesto a explorar y construir recursos. Esto mismo podemos proyectar a otros momentos en que como padres busquemos positivamente crear lo que Seligman llama como emoción positiva y que se traduce luego en una verdadera educación positiva.
A la afectividad y vínculo seguro al que los padres deben apostar en esa edad (entre los 0 y los 3 años) se une otro pilar: la atmósfera de orden. El niño pequeño disfruta naturalmente de la rutina y la repetición. Quiere saber dónde están sus cosas, participar en pequeñas tareas, imitar gestos de los adultos. Cuando se le permite colaborar —guardar sus juguetes, llevar algo a su sitio, ayudar a poner la mesa—, se despiertan en él el sentido de responsabilidad y de pertenencia. El orden exterior prepara el orden interior, que será más tarde la base de la virtud. De aqui la importancia de crear momentos adecuados para que este tipo de actividades sean desarrolladas, para lo cual, digámoslo una vez mas, los padres deben estar presentes.
En este proceso, el juego es una herramienta irremplazable. No es un recreo, sino el laboratorio natural donde el niño ejercita la virtud. En el juego libre aprende a esperar, a compartir, a reparar, a tolerar la frustración. Además, el juego es el contrario biológico del estrés: reduce el cortisol y eleva la dopamina y la oxitocina, sustancias que fortalecen el bienestar y el vínculo. Por desgracia, vemos hoy que los pequeños son dejados durante horas consumiendo “pantallas” porque de esa forma están “quietitos”, es decir, por una pura conveniencia de los padres que muchas veces ignorar el tremendo daño psicológico quelas pantallas producen en sus hijos, especialmente en esa edad. Las pantallas inmovilizan el cuerpo y desorganizan la atención produciendo seria perturbaciones que pueden llevar a un diagnostico de TDH en el futuro. Por eso, la Academia Americana de Pediatría recomienda la exclusión total de pantallas antes de los tres años.Sobre ello he escrito en otras ocasiones, en especial en mi libro Salvar los Hijos, por ser algo muy serio sobre lo que se habla poco.
Por ello la necesidad de una educación positiva de los niños. Esta visión ha sido expresada con claridad por Blanca Jordán de Urríes, quien escribe:
“Se trata de reforzar las buenas actitudes, es decir, de alabar la parte positiva del comportamiento del niño en vez de recriminarle todo el día sus malas acciones… La criatura necesita saber que sus padres están satisfechos con ella. Es su mayor triunfo. ..Si usted lo elogia cuando hace las cosas bien, el pequeño se sentirá estimulado a continuar con su buen comportamiento. Estará feliz y lleno de satisfacción.
Al notar que sus padres se alegran cuando él obedece, en su subconsciente rechazará la actitud de desobediencia.
Si, por el contrario, usted lo reprende todo el día, el niño se irá volviendo un pequeño rebelde, porque no sentirá estímulos suficientes para comportarse bien, formándose así el círculo vicioso […] Es preciso dedicar más tiempo a elogiar los buenos comportamientos de nuestros hijos que a castigar sus malas acciones.” (Tus hijos de 1 a 3 años, 1993)
La experiencia lo confirma: repetir “eres egoísta” o “siempre molestas” no corrige el mal; lo fija. Las palabras negativas se incrustan en la identidad y generan resistencia. En cambio, elogiar el bien estimula el deseo de repetirlo. Donde el bien es reforzado, la obediencia florece; donde el mal es descrito una y otra vez, la rebeldía se vuelve hábito. Seligman explicó este fenómeno décadas atrás al describir la indefensión aprendida:
“Cuando los niños reciben mensajes constantes de fracaso o de incapacidad, aprenden a no intentar más. El castigo reiterado enseña desesperanza, no responsabilidad.”
(Seligman, Learned Optimism, 1990).
La educación positiva no suprime la corrección, no es naturalista, usa de la corrección pero la coloca en su justa medida. Corrijo cuando ya hay vínculo, cuando el afecto fue dado y el orden ofrecido. Solo entonces la corrección cae en tierra fértil y no en piedra.
Si realmente queremos salvar a los hijos —no evitando toda lágrima, sino preparándolos para la verdad, la virtud y la vida cristiana—, debemos restablecer las prioridades del hogar:
presencia real sin pantallas ni distracciones,
juego libre y afectuoso,
pequeñas colaboraciones y orden exterior,
refuerzo explícito del bien,
y corrección breve, proporcional y sin humillación.
Nada de esto es sentimentalismo. Es realismo pedagógico, en plena armonía con la fe cristiana. La gracia no destruye la naturaleza; la supone, la ordena y la eleva. San Juan Bosco lo expresó de forma inmortal:
“La primera felicidad de un niño es saber que es amado. La educación es cosa del corazón.”
Cuando un niño aprende desde temprano que el bien es posible, reconocible y fecundo, se dispone mejor para acoger la ley de Dios cuando crezca. Porque no se construye la obediencia principalmente castigando el mal, sino haciendo énfasis y multiplicando las experiencias de bien que pueden ser imitadas y repetidas. Educar con amor, orden y juego es, en definitiva, el modo más humano —y más cristiano— de salvar a los pequeños.
*Emanuel Martelli es Magíster en Teología Dogmática y Lic. en filosofía. Es neuropsicopedagogo clínico, hospitalario y escolar, y actúa como terapeuta en el acompañamiento de familias, niños y adolescentes. Su formación incluye especializaciones en Neuropsicología, Psicoanálisis, Psicología de la Educación, Logoterapia, Análisis del Comportamiento Aplicado (ABA), Gestión Escolar y Docencia en Educación Superior. Es también escritor y colaborador habitual de Nuestra Voz, donde aborda temas de educación, familia y doctrina católica. Para contacto y/o consultas: emanuelmartelli@gmail.com

