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La opción preferencial por los pobres en la educación: León XIV y el testimonio de San José de Calasanz

En la vasta tradición intelectual y espiritual de la Iglesia, pocos principios han sido afirmados con tanta constancia —y, paradójicamente, tan frecuentemente oscurecidos en la práctica— como la opción preferencial por los pobres. Sin embargo, una tentación muy sutil puede infiltrarse en los ambientes católicos, incluso en la mente y en el corazón de educadores bien intencionados: la idea de que dedicar energías, esfuerzos y recursos a la formación de los más pobres sería, si no inútil, al menos tácticamente cuestionable; que habría otros contextos “más prometedores”, donde la inversión educativa “rendiría más” y produciría frutos más visibles. Esta tentación, aunque revestida de una apariencia de prudencia, desconoce —o ha olvidado— la enseñanza constante de la Iglesia: que la atención preferente a los pobres no es accesorio, no es una concesión ni un gesto opcional, sino una estructura constitutiva del verdadero cristianismo, arraigada en el Evangelio y confirmada por el testimonio de los santos a lo largo de los siglos.

A ello se suma otro equívoco contemporáneo: para ciertos ámbitos católicos, la expresión “opción por los pobres” parece haberse contaminado de resonancias políticas o ideológicas, como si se tratara de un préstamo del marxismo o de una consigna simplemente sociológica. Y, ciertamente, el lenguaje secular ha intentado apropiarse de esta terminología, despojándola de su matriz evangélica. No obstante, el Santo Padre León XIV, en su primera encíclica Dilexi te, ha recordado con admirable claridad que esta opción preferencial no nace de ideologías pasajeras, sino del corazón mismo de la fe. Se trata de un deber que dimana de la Tradición, modelado por la vida de los santos y exigido por el Evangelio de Cristo.

La historia de la Iglesia es pródiga en ejemplos luminosos, como recuerda el Papa en diversos pasajes (cf. 68–72). Ahí está san Ignacio enviando doctores en teología, campanilla en mano, a las aldeas para reunir a los hijos de los campesinos y enseñarles el catecismo; ahí están las innumerables congregaciones femeninas consagradas a la educación de niñas pobres; ahí están san Marcelino Champagnat, san Juan Bosco y tantos otros que hicieron de los pobres el centro ardiente de su misión educativa. Entre todos ellos sobresale se encuentra  san José de Calasanz, auténtico fundador de una educación pública, gratuita y cristiana para los pobres.

Si aspiramos a transformar la realidad —especialmente en países donde multitudes de niños pobres son entregados a un sistema escolar estatal que con frecuencia se muestra antirreligioso, anticatólico y hasta antinatural— no podemos contentarnos con la creación de escuelas destinadas únicamente a aquellos que pueden pagar. La opción católica por los pobres no es una invención moderna ni una tendencia progresista: es un tesoro heredado de la santidad. Negarla, o relegarla a un segundo plano, es entregar a los pequeños, a los inocentes en manos de quienes buscan quitar a Cristo de sus almas. Es cometer una infidelidad profunda al espíritu del Evangelio.

León XIV lo expresa con admirable firmeza:

“La educación de los pobres, para la fe cristiana, no es un favor, sino un deber.
Los pequeños tienen derecho a la sabiduría como exigencia básica del reconocimiento de la dignidad humana. Enseñarles es reconocer su valor, dándoles instrumentos para transformar su realidad. La tradición cristiana entiende que el saber es don de Dios y responsabilidad comunitaria.
La escuela católica, cuando es fiel a su nombre, se convierte en espacio de inclusión, formación integral y promoción humana; uniendo fe y cultura, se siembra futuro, se honra la imagen de Dios y se construye una sociedad mejor”.

Entre los santos cuyo ejemplo el Papa destaca se encuentra, con particular énfasis, san José de Calasanz.

San José de Calasanz nació en 1557, en Peralta de la Sal (Huesca), en el seno de una familia profundamente cristiana. Fue ordenado sacerdote en 1583, después de una sólida formación teológica y filosófica. Más tarde, como muchos clérigos de su tiempo, se trasladó a Roma con la esperanza de servir a la Iglesia en responsabilidades mayores. Allí obtuvo doctorados en Jurisprudencia, Filosofía y Teología. Su colaboración con la Cofradía de la Doctrina Cristiana lo destacó como catequista excepcional. Pero pronto comprendió que el catecismo esporádico, sin continuidad y sin método, no era suficiente para transformar la vida de los niños: era indispensable unir formación intelectual y formación espiritual, día tras día, desde la infancia.

Intentó primero una escuela paga en Santa Dorotea, en el Trastevere, pero renunció a aquel modelo porque excluía a los pobres. En 1602 tomó la decisión que marcaría para siempre su existencia:

“He encontrado el modo definitivo de servir a Dios: educar a los niños. No lo dejaré por nada en este mundo.”

A partir de ese momento, abandonó toda pretensión de carrera eclesiástica y se consagró a los niños más necesitados. Fundó una escuela gratuita, cotidiana, estructurada, con normas claras tanto para los maestros como para los alumnos. Así nacieron las Escuelas Pías. En 1617 surgió la Congregación Paulina de la Madre de Dios de las Escuelas Pías; en 1622 fue elevada a orden religiosa, con Calasanz como prepósito general.

Pero su fidelidad tuvo un precio doloroso: incomprensiones internas, ataques externos, calumnias, procesos, la clausura de las escuelas en 1646. Murió el 25 de agosto de 1648, animando a los pocos que perseveraban, seguro de que Dios restauraría la obra. Y así ocurrió.

La Iglesia terminó por dar testimonio de la grandeza de su intuición: beatificado en 1748, canonizado en 1767, proclamado por Pío XII patrono de todas las escuelas populares cristianas. Su legado no fue la creación de una “buena escuela”, sino la instauración de una revolución cristiana contra la elitización de la educación, una respuesta profética ante el abandono sistemático de los pobres.

En las Constitutiones Ordinis dejó condensado un verdadero tratado pedagógico cristiano, expresado en máximas que conservamos intactas:

– “Si desde tierna edad los niños son imbuidos del amor a la piedad y a las letras, puede esperarse un curso feliz para toda la vida.”
– “Sé por experiencia que quienes desde la primera edad fueron educados con la doctrina cristiana y bebieron desde pequeños juntamente la piedad y las letras terminaron por ser perfectos.”
– “Recibir alumnos pobres es obra santa: para ellos fue fundado nuestro instituto; y lo que se hace por ellos, se hace por Cristo.”
– “Ayudar en la edad más tierna a los pobres con la cultura unida al santo temor de Dios es un servicio utilísimo: el provecho es palpable.”
– “Cuando los alumnos ven amor de padre en el maestro e interés en su provecho, van con gusto a la escuela.”
– “Procurad atraer a los niños con toda caridad a la frecuencia de los sacramentos.”
– “Quien ama a Dios ha de ingeniarse para aprender lo que no sabe, a fin de hacer el bien a los pobres o para encontrar mejor a Cristo en los pobres.”
– “No dejen de ayudarse con la oración de las personas devotas, y especialmente de los pequeños.”
– “Es preciso tener mucha paciencia y caridad con los niños para enderezarlos.”
– “El Señor proveerá cuanto sea necesario, con tal de que atendamos con diligencia a los pequeños.”

Lo que se imprime en la infancia permanece grabado en lo profundo del alma durante toda la vida. Si a un niño —como enseñaba Calasanz— se le ofrece desde temprano el camino de las virtudes auténticas y de la fe católica, articuladas mediante el ejemplo y una asistencia amorosa, entonces se está construyendo un fundamento sólido para su salvación eterna.

Esto vale para ricos y pobres. Pero Cristo mismo quiso identificarse especialmente con los pequeños y los pobres. Por eso dijo:

“Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.” (Mt 25,40)

Si esto es verdad —y lo es— entonces la educación cristiana de los niños pobres es un acto ofrecido directamente a Cristo.

En el tiempo santo de la Navidad, todo lo dicho encuentra su clave más luminosa. El Niño que contemplamos en Belén —pobre, frágil, humilde— es el mismo por quien “todo fue hecho y sin Él nada se hizo”. Aquel que sostiene el universo eligió nacer en la pobreza, para enseñarnos dónde habita verdaderamente su corazón.

Dios se revela pobre en Belén para que aprendamos a reconocerlo en los pobres.
Quien educa a un niño pobre no hace filantropía: prolonga en la historia la adoración que los pastores ofrecieron al Niño Dios.

Que esta Navidad renueve en nosotros el espíritu de san José de Calasanz y de todos los santos educadores:
la gracia de arrodillarnos ante Cristo en el pesebre para reconocerlo, sin vacilar, en cada niño necesitado que el Señor pone en nuestro camino.