El papa Francisco vino a México como Jonás, para ayudar a abrir un nuevo futuro para la Iglesia y para la sociedad, con un llamado a rechazar el cinismo y recuperar la misericordia inspirados en la Virgen de Guadalupe.
Su énfasis constante fue en el futuro. Por esa razón, y desbancando las predicciones de los expertos, el Papa nunca se refirió al legado de los abusos y encubrimientos del fundador de los Legionarios, Marcial Maciel. Ni mencionó, en el tema de los derechos humanos, el emblemático caso de “los 43”, los estudiantes de Iguala, Guerrero, “desaparecidos” en 2014. La falta de referencias específicas, se quejaron algunos columnistas mexicanos, indicaba que el Papa no quería enfrentar esos casos.
Es una interpretación errónea. El Papa habló muy específicamente, pero no se dejó atrapar por los intereses políticos que rodean muchos de estos temas.
El Papa expresó mucho — aun con su silencio. Al inicio rezó ante el Cristo Negro de la Catedral de México. Luego rezó por 20 minutos en frente de la tilma con la imagen de la Guadalupe. El tercer día, el domingo, escuchó en silencio en el hospital infantil Federico Gómez a una adolescente que sufre de cáncer cantar el Ave María de Schubert.
Guardó silencio también el lunes 15 cuando, en la frontera sur de México con Guatemala, rezó ante la tumba de monseñor Samuel Ruiz, el arzobispo de Chiapas, quien, como Francisco, prefería una Iglesia que salga al mundo aunque sufra heridas en vez de quedarse en la sacristía. Guardó silencio en medio de la algarabía de los jóvenes en Morelia, al día siguiente, cuando invitó a dos niños con síndrome de Down a subir a la plataforma para abrazarlos. Y no dijo nada el último día, el miércoles 17, cuando subió a la plataforma junto al Río Bravo, en Ciudad Juárez, en medio del desierto, para poner una corona de flores en honor a los que viven separados por la frontera o murieron tratando de cruzarla para llegar a Texas.
Esos fueron los silencios de Francisco, y fueron más elocuentes que sus palabras.
“Fui a confirmar la fe del pueblo mexicano”, dijo en Roma el domingo tras su regreso, “pero al mismo tiempo a ser confirmado”. Quedó impactado por la fe que había encontrado, y al final de la misa en Ciudad Juárez dijo que se había sentido al borde de las lágrimas al ver tanta esperanza en medio de tanto sufrimiento.
Esa fue una clave de su mensaje: que la capacidad de renovación de México está en su propia alma, y que su futuro, irónicamente, dependía de recuperar su pasado, especialmente la historia de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe al pueblo indígena pocos años después de la conquista española.
En sus homilías y mensajes, el Papa se refirió constantemente al regalo que significa La Morenita, y a las tentaciones que impiden a los mexicanos recibir ese regalo y construir un futuro mejor.
A través de La Morenita, dijo el Papa en la Basílica, Dios quiso construir una casa para todos los mexicanos, acercarse a ellos en medio de sus sufrimientos. Sin embargo, México era también un lugar de exclusión y violencia y de carteles. “Les invito a partir nuevamente de esta necesidad de regazo que proclama el alma de vuestro pueblo”, les dijo a los obispos en un largo discurso en que los invitó a apartarse de los príncipes y a acercarse y ayudar a los pobres.
A los pueblos indígenas de Chiapas, les recordó las promesas del antiguo texto maya, el Popol Vuh. “En el corazón del hombre y en la memoria de muchos de nuestros pueblos está inscrito el anhelo de una tierra, de un tiempo donde la desvalorización sea superada por la fraternidad, la injusticia sea vencida por la solidaridad y la violencia sea callada por la paz”, les dijo.
A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Morelia, los alertó contra la tentación que “nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad”. El demonio, dijo, fomenta la resignación; quiere persuadirnos de que así son las cosas y así serán siempre. Sin embargo, la propia historia de México demuestra que eso no es así, como en la historia de Vasco de Quiroga, el gran obispo de Michoacán del siglo XVI, que tanto hizo por la dignidad de los indígenas.
A los jóvenes en Morelia los invitó a rechazar la tentación mezquina y las falsas promesas de los carteles de la droga, y en su lugar ayudar a construir la familia, la comunidad y la nación. Y en Ciudad Juárez les dijo a los presos: “Han conocido la fuerza del dolor y del pecado, no se olviden que también tienen a su alcance la fuerza de la resurrección, la fuerza de la misericordia divina que hace nuevas todas las cosas”.
“¿Qué quiere dejar México a sus hijos? ”, les preguntó a los empleadores y trabajadores en el Colegio de Bachilleres de la ciudad. “¿Quiere dejarles una memoria de explotación, de salarios insuficientes, de acoso laboral o de tráfico de trabajo esclavo? ¿O quiere dejarles la cultura de la memoria de trabajo digno, del techo decoroso y de la tierra para trabajar? ”
Poco después, en la misa en la frontera, ante 250.000 personas, invitó a México a acabar con la injusticia, la corrupción y la opresión. Citando el ejemplo de Nínive en el Antiguo Testamento, les mostró que cuando el pueblo llora, las cosas pueden cambiar. México puede vencer sus retos, pero antes los mexicanos deben llorar por sus problemas.
“Son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión”, dijo. “¡No más muerte ni explotación! Siempre hay tiempo de cambiar, siempre hay una salida, siempre hay una oportunidad, siempre hay tiempo de implorar la misericordia del Padre”.