Hace un año, a las once de la noche del 14 de julio de 2015, observé con mi mujer y mis hijos los fuegos artificiales que brotaban desde la Torre Eiffel por el aniversario de la toma de la Bastilla. Estábamos parados en el Ponts des Arts, frente al Louvre.
Aunque mi entusiasmo por la Revolución Francesa es escaso y siempre matizado por la consciencia de sus excesos, me emocionó escuchar a los jóvenes que, encendidos de patriotismo y vino de Borgoña, gritaban a nuestro lado: Vive la France! Vive la République! Pronto mis hijos gritaban también Vive la France!
Mi emoción no era precisamente republicana, sino íntima. Al fin y al cabo a uno se le fue la niñez —¿a quién no?— leyendo Los tres mosqueteros, Veinte mil leguas de viaje submarino o El conde de Montecristo; y los años de la adolescencia leyendo a Hugo y a Balzac y a Zola y más tarde al resto.
De algún modo Francia es la patria de todos, de un modo que ningún otro país lo es. Aunque no lo entiendan los que dicen que es una hipocresía estremecerse por Niza o París más que por Peshawar o Lahore. Es una hipocresía, sí, como lo es conmoverse más por la muerte de tu abuela que por la de cualquier otra anciana que haya partido el mismo día.
Como la abuela, Francia está más cerca. Y las tragedias de Francia nos golpean más duro, más al centro. Y uno siente que en Francia se juega el destino propio de una manera más clara que en Paquistán o Indonesia. Sería una hipocresía pretender que es de otro modo.
Hoy los cristianos rezamos por Francia. Cada quien rezará a su modo. Yo rezo a santa Juana de Arco. Estos son días de horror, y la intercesión que Francia necesita parece ser la de la Doncella de Orleans. Y su valor.