EL MIEDO A LA DEPORTACIÓN y su dolorosa realidad no es nada nuevo para los que hemos dejado nuestra tierra buscando cumplir un sueño. Mi esposo y yo experimentamos ese miedo antes de tener nuestros documentos. Sé del dolor permanente de ver crecer a una nieta sin su padre porque él fue deportado; y sé del dolor que ha sido para él ser padre a la distancia, y de volver a empezar de cero después de haberlo tenido todo.
Las historias son innumerables. El miedo y las deportaciones han sido continuas. Pero hoy hay más temor y dolor que nunca. Después de las elecciones, debido a la propuesta del presidente electo de deportar a millones de indocumentados, he encontrado amigos y hermanos en Cristo que están viviendo en un mar de incertidumbre.
He escuchado a familias con dos, tres y más niños que están sufriendo sólo de pensar que serán separados o enviados a sus tierras natales donde no tienen ni idea de cómo van a sobrevivir. He escuchado a jóvenes soñadores del Programa de DACA, que fueron traídos de niños por sus padres, que no logran imaginar cómo podrían vivir en otra tierra que ni conocen.
El ambiente de desconfianza reinante impide a muchos a abrirse a los demás. Me dicen que no sólo tienen vergüenza, sino también temor de contarles a otros que son indocumentados. Y tienen razón, porque hoy encontramos a muchos —incluso hermanos latinos, conocidos nuestros—, que piensan y se expresan negativamente de ellos.
¿Qué hacer y cómo ayudar a nuestros amigos y hermanos? Un abogado honesto les dará el mejor consejo desde el punto de vista legal. Como discípula de Cristo, tres palabras que vienen a mi corazón constantemente son: Orar, acompañar y actuar. Es lo que hice con el papá de mi nieta. Oramos siempre, y más aún cuando la amenaza de la deportación se hizo inminente. Cuando fue arrestado por haber trabajado con otro nombre, lo acompañé y lo visité en la cárcel. Escuché el dolor de su corazón y compartí con él el temor más grande de todos, tener que dejar a su pequeña y no verla crecer.
Este proceso doloroso fue de gran aprendizaje. Él aprendió en la soledad de su celda el verdadero valor de la vida. “Es en la soledad de mi celda donde me he dado cuenta de mis errores. Le doy gracias a Dios por esta dura enseñanza. Sé que si me deportan tendré que empezar de nuevo, pero también seré un hombre nuevo”. Y yo aprendí y le prometí a mi Señor que nunca me alejaría de mis hermanos inmigrantes, que siempre estaría ahí con ellos, orando, acompañando y actuando.
Aunque este caso extremo no es el caso de la mayoría, no esperemos para actuar. Hagamos campañas de oración; la intercesión hace milagros. Acompañemos a nuestros hermanos escuchando sus historias, sus temores y sus sueños. Ayudémoslos a mantener la esperanza. Mantengámonos alerta con las noticias y toma de decisiones. Habrán marchas y redes sociales con causas buenas, unámonos a ellas. Todos somos parte del gran pueblo de Dios. ¡Caminemos juntos!