A MI CUÑADA LOLITA le detectaron cáncer rectal hace tres años. Desde entonces su peregrinaje con esta enfermedad fue de subidas y bajadas, de esperanzas y desesperanzas. Sus hijos, familiares y amigos la acompañamos con cariño, atenciones y oraciones. Entre operaciones, medicinas y quimioterapias, pasó el tiempo que inexorablemente nos trajo la certeza de que todos los esfuerzos para salvar su vida habían sido en vano.
En los días previos a la Navidad del 2016, llegué a Ecuador. Me di cuenta de que estas fiestas tendrían un tono diferente a los otros años pues estarían marcadas por sentimientos de alegría y dolor: la alegría de saber que la teníamos todavía, y el dolor de la certeza que sería la última Navidad con ella.
Siguiendo un llamado del Señor decidí entregar mi tiempo y mi persona a darle alegría a mi madre anciana, y a llevarle amor, esperanza y fortaleza a Lolita. Día tras día la visité y compartí con ella bellas experiencias. La recuerdo sentada en la silla de ruedas en su balcón con los rayos solares iluminando su bello rostro; o recostada en su sillón favorito, poniendo mucha atención al pasaje bíblico que leíamos y a los comentarios que después compartíamos. El momento cumbre era cuando recibía la Sagrada Comunión. Cerraba sus ojos y se entregaba a disfrutar su encuentro con el Señor.
Nuestras conversaciones iban desde el recuerdo de nuestros años juveniles hasta temas profundos como la necesidad de sanar el alma a través del perdón y la reconciliación. Sus hijos, nuera, yernos, nietos, familiares y amigos nos acercamos uno a uno donde ella, pidiendo perdón y perdonando.
Lolita recibió el sacramento de la Reconciliación y de los Santos Óleos. El sacerdote la ayudó a levantar su brazo para bendecir sus hijos. Aún faltaba la reconciliación mayor, la que terminaría de llenar su corazón de paz. Ella y su esposo, mi hermano, se habían divorciado años atrás. Esto había causado mucho dolor, resentimientos y heridas que sangraron por años. Ya él le había pedido perdón, pero todavía faltaba la reconciliación.
Los días fueron pasando y Lolita fue empeorando. Ya en su lecho, casi sin poder moverse, pero todavía consciente, lo llamó a él. Cuando lo tuvo de frente ya no esquivó su mirada como antes, lo recibió con una amplia sonrisa, y le ofreció sus labios para recibir el beso de amor con el que había soñado. Sus hijos y todos los presentes sentimos latir nuestros corazones ante el poder de la gracia de Dios.
También le faltaba la bendición de la madre. Ella ya no vive, pero ahí estaba mi madre, que ansiaba ver a Lolita y bendecirla. Las escaleras eran el mayor impedimento; pero tres de sus nietos la subieron en una silla. Las dos se miraron y se hablaron con amor. Luego mi madre la bendijo y Lolita agradecida besó la mano de la viejita que nunca dejó de amarla.
Mis dos últimas noches en Ecuador las pasé en vela a su lado, observado su respiración y orando por ella con las otras personas que la acompañábamos. Lloré al despedirme y la abracé diciéndole: “Hasta pronto hermana y amiga. Nos veremos en la eternidad.” Me traje sus palabras de gratitud: “Gracias, Techita, por todo.”
Lolita entregó su alma al Señor el 14 de enero. Tenía 64 años. ¡Descansa en paz, mi querida Lolita!