Un terremoto acaba de estremecer los cimientos de México y los corazones de miles de mexicanos en nuestra ciudad. Los puertorriqueños de nuestras comunidades esperan ansiosos la llegada a su Isla del ciclón María. Y los latinoamericanos que andamos por estos lares oramos a otra María para pedir por nuestros hermanos.
En días como hoy se confirma lo que todos en esta Diócesis de Brooklyn sabemos de memoria: cada cosa que sucede en el mundo resuena aquí propia. Nuestra diócesis, que aunque lleva el nombre de “Brooklyn” abarca Brooklyn y Queens, es el retrato del mundo. De veras, aquí nada humano nos es ajeno. Nuestras calles son un mosaico de todas las culturas, las etnias, las nacionalidades, las religiones y las costumbres.
La mitad de los católicos de esta diócesis le reza a Dios en español. Y en español se pregunta hoy por qué suceden los desastres naturales, cómo un Dios bueno permite el sufrimiento, quién escuchará nuestras oraciones. No son preguntas fáciles de responder en un día soleado y en paz. Mucho menos lo son en el día en que nuestros seres queridos pueden estar al borde de la catástrofe o la muerte.
Y esa conexión cotidiana y vital con el lugar de origen es una de las diferencias esenciales entre los inmigrantes de hoy y los de hace un siglo. No somos ya aquellos aventureros que desembarcaban un día en Ellis Island y —en la mayoría de los casos— nunca más volvían a ver de sus familias. Todos los lazos anteriores se resumían a cartas esporádicas, si acaso.
Hoy las comunicaciones permiten una continuidad del trato y el cariño que antes resultaba imposible. Y por eso también cada huracán —en el Caribe decimos “ciclón” habitualmente— y cada terremoto, cada desgracia nos desvela en esta ciudad que nunca duerme.
Que la Virgen María —llamémosla Nuestra Señora de la Divina Providencia o Guadalupe— proteja a sus hijos de Puerto Rico y todo el Caribe, y a sus hijos de México. Y que nos ayude a nosotros a pasar la angustia de estas noches y amanecer mañana en la esperanza, dando gracias.