QUERIDOS HERMANOS Y HERMANAS EN CRISTO:
Acabamos de celebrar la Pascua de Resurrección. Mi experiencia de esta gran esta de nuestra redención estuvo marcada por la lectura de dos interesantes estudios sobre la fe de los católicos y de los cristianos en general hoy en día, y cómo el cambiante panorama que nos rodea nos ha forzado a concentrarnos en las cosas esenciales.
Son dos estudios recientes sobre este tema. El primero, titulado “Creer o no creer: lo que los creyentes y los no creyentes dicen sobre la vida, la muerte y los demás” es una compilación de textos de autores católicos protestantes, judíos y humanistas seculares. Es una comparación entre sus creencias actuales con la religión en la que nacieron. Los que abandonaron su religión original, dejaron también de creer en la vida eterna. Tras celebrar la Pascua de Resurrección, debemos preguntarnos sobre nuestras propia creencia en la vida eterna.
El segundo estudio, titulado “Se van, se van, se van: Dinámicas y abandono de los jóvenes católicos”, es sobre jóvenes católicos entre 15 y 25 años. Este estudio es quizás aún más revelador en cuanto a los jóvenes católicos que abandonan su fe. Los autores entrevistaron a más de 3.000 jóvenes, la mitad de los cuales han abandonado su fe católica y la religión en general. La otra mitad son jóvenes que dejaron su fe católica y se convirtieron a otra religión o se confesan ateos.
Ciertamente, los datos son reveladores y evidencian la necesidad de predicar a Cristo crucificado y resucitado de entre los muertos. El elemento común a los dos estudios es que esas personas, en su mayoría, se han convertido en adherentes del humanismo secular. En esencia, esto significa que personas esencialmente buenas, incluso éticas, no ponen su fe en ninguna doctrina religiosa sino en preceptos más terrenales. A fin de cuentas, han perdido su fe en la vida eterna y en que esta vida tenga un significado que rebase el aquí y ahora.
Al celebrar la Resurrección, tenemos que entender su relación con la promesa de la vida eterna que es la base de nuestra fe. Leímos en el Evangelio de Juan su recuento del suceso de la Resurrección, del que él fue testigo presencial. Juan entró en la tumba tras Simón Pedro y vio que estaba vacía.
En la última línea del Evangelio del Domingo de Resurrección Juan describe su confusión: “Hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos”.
Nosotros estamos en la misma situación hoy. Aún no entendemos completamente lo que significa resucitar de entre los muertos; ni la resurrección de Jesús ni nuestra propia resurrección. San Pablo, el gran predicador de la Resurrección, que no había sido testigo del suceso pero que encontró a Jesús en el camino a Damasco, nos recuerda en su Segunda Carta a los Corintios que “sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él juntamente con vosotros”.
Sí, la Resurrección de Jesús se convierte en el patrón de nuestra propia muerte y resurrección. También nosotros nos reuniremos con Cristo a quien adoramos en esta vida, y con el Padre y el Espíritu. Él lo repite una y otra vez en su predicación: que seremos gloricados, que participaremos de la vida eterna.
Es una vida que supera nuestro entendimiento, pero que tenemos asegurada porque Jesús mismo resucitó de entre los muertos. Si creemos en él, también tendremos la vida que no termina nunca, una vida que, según los entendemos, que nos llevará a la presencia de Dios y a su amor. Todos entendemos lo que significa el amor en esta vida, de una manera o de otra. Experimentar el amor infinito, que no acaba nunca, es algo a lo que todos podemos aspirar.
“La promesa de la vida eterna
es la base de nuestra fe”
El poder de Jesús exaltado y glorificado es dar vida a quienes lo aceptan como Señor y Salvador. El don de la vida eterna que Jesús ofrece es la manifestación plena de su unidad con el Padre. Él nos conducirá a su presencia, pues por esa razón vino al mundo, para que ninguno se perdiera y todos se salven y lleguen a la vida eterna.
La esperanza de la vida eterna no es algo nuevo en el pensamiento religioso. En religiones no cristianas, especialmente en la tradición de las Escrituras hebreas, la sabiduría del pueblo judío establece una relación entre el conocimiento de Dios y la vida eterna.
Cuando en el Nuevo Testamento aparece el tema de la vida eterna, la Resurrección se presenta como un acontecimiento que apunta una cierta unidad en la persona, que no supone una división de alma y cuerpo. De hecho, es un suceso unificador. Nuestros cuerpos se vuelven cuerpos gloriosos como el del Señor Resucitado.
Es una visión más abarcadora de la Resurrección que se nos presenta en las Escrituras, a diferencia de las tantas imágenes que, desafortunadamente, vemos hoy: personas transformadas en seres angelicales. No, es en nuestro propio ser que nos unimos con Cristo en su Resurrección. Si no creemos en el poder de Dios, no experimentaremos su Resurrección. Hemos recibido la promesa de la resurrección en nuestro bautismo. Hemos muerto con Cristo y resucitaremos con él.
“Es en nuestro propio ser
que nos unimos con Cristo
en su Resurrección”.
El día de la la Pascua de Resurrección renovamos nuestras promesas bautismales. Renunciamos a Satanás y a todas sus obras, y proclamamos nuestra fe en la Trinidad, en un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordamos la promesa de nuestro bautismo de que viviremos eternamente con Dios.
Cada vida, desde el mismo inicio, es una travesía en la que remamos mar adentro en el misterio mismo de la vida. Muchos parecen perder la ruta en su camino y nunca llegan a ese horizonte que es la promesa de la vida eterna. Pero para los que han creído, sabemos que hay algo más, que estamos destinados a la gloria; y así vivimos nuestra vida de fe en Cristo Jesús. La Pascua de Resurrección es el tiempo en que reafirmamos esa fe y aceptamos la promesa de que viviremos eternamente con el Señor.