Anoche, a petición de mis hijos, fuimos a ver película La muerte de Stalin. O sea, tres días después de la Resurrección, fuimos a ver la muerte de un perseguidor del Resucitado.
Pero en la película, como en todo, uno puede hallar también la huella de la Resurrección. Y la huella está, como en el relato del Evangelio, en el testimonio de dos mujeres.
La primera es Svetlana Alilúyeva, la hija de Stalin, que aparece en la película como una joven imperiosa y confundida. Tenía 23 años a la muerte de su padre. Ocho años después de los sucesos que cuenta la película, según relató ella misma, una tarde de la primavera de 1961, Svetlana le habló a su amigo, al escritor Andrei Sinyavsky, sobre sus deseos suicidas. Sinyavsky le contestó que el suicidio era una usurpación del trabajo de Dios. Svetlana era radicalmente atea entonces, como correspondía a una hija de Stalin.
Faltaban unos años para que Sinyavsky, quien ya era un brillante crítico y novelista, se volviera famoso por ser uno de los dos acusados en el “Proceso de Sinyavsky–Daniel“, una farsa judicial en la que Sinyavsky fue condenado a siete años de prisión por las opiniones políticas de uno de los personajes de su novela. Svetlana también se volvería mundialmente famosa unos años más tarde, cuando decidió no regresar a la URSS tras un viaje a la India, y en su lugar se fue a vivir a los Estados Unidos. Pero en esa tarde de primavera de 1961 eran solo dos amigos que conversaban sobre Dios y el suicidio en un parque de Moscú.
En su primera visita al cuarto donde vivían Sinyavsky y su espsosa, Svetlana quedó fascinada por un ícono de San Jorge del siglo XIV que Maria Rozanova, la esposa de Andrei, había encontrado abandonado en un establo, en una aldea del norte de Rusia, y estaba restaurando. Ese día Sinyavsky le prestó a Svetlana un libro con los Salmos de la Biblia. Poco después, ella le pidió a Sinyavky que la llevara a la iglesia. A sus treinta y cinco años, la hija de Stalin nunca había visto un pope de carne y hueso. Tras leer los salmos, cuenta Svetlana, comenzó a releer a Tolstoy y a Dostoyevski bajo una nueva luz. Un año después recibió el bautismo en la Iglesia Ortodoxa. La hija del más terrible enemigo del cristianismo en el siglo XX se había hecho cristiana.
Eso pensaba mientras veía la película, pero también recordé la historia de María Yudina, la pianista a la que hacen repetir el concierto con el fin de grabarlo para Stalin. La anécdota, por cierto, es histórica, y el relato real es más increíble que el de la película, pues no fueron dos, sino tres los directores que hubo que cambiar esa noche, porque a los dos primeros los nervios no los dejaban concentrarse para dirigir.
Cuentan los testigos de aquella noche (de 1944, no de 1953 como se presenta en la película) que mientras los directores iban y venían presos de repetidos ataques de nervios, María Yudina esperaba serena sentada al piano. Finalmente, el tercer director de la noche logró subir al podio, y Yudina tocó el concierto con el mismo virtuosismo salvaje que era su estilo.
La segunda escena relacionada con ella es más inexacta, pero aún más significativa. La carta de Yudina a Stalin no fue en la noche de su muerte, como nos presenta la película. De hecho, hay quienes opinan que la anécdota de la carta es apócrifa. Lo cierto sin embargo es que la cuenta Shostakovich en las controversiales memorias que publicó Solomon Volkov.
Según el libro de Volkov, Yudina recibió un sobre con 20.000 rublos de parte de Stalin, que era su admirador. Como respuesta, Yulina le escribió una carta que decía más o menos así: “Gracias, Iosif Vissarionovich, por su ayuda. Desde hoy rezaré por Ud. día y noche para pedir al Señor que le perdone los grandes pecados que ha cometido contra nuestro pueblo y nuestra nación. El Señor, que es misericordioso, lo perdonará. He donado todo el dinero a la iglesia donde voy”.
Escribir esa carta a Stalin suponía un valor suicida. Más allá de la exactitud de la anécdota, sus contemporáneos atestiguaron repetidamente el valor de Maria Yudina. Proveniente de una familia judía, se había convertido al cristianismo y se mantuvo fiel a su fe en medio de las persecuciones de Stalin. Y se mantuvo fiel también a sus amigos perseguidos, como el escritor Boris Pasternak, y a la música que amaba, aunque estuviera prohibida por el Partido Comunista.
En la fe y el valor de esas dos mujeres pensé mientras veía la película que nos quiere recordar, en tono de comedia, la muerte de Iosif Stalin, quien en su juventud estuvo en el seminario y el resto de su vida persiguió a los cristianos.