Columna del editor

Más allá de los fuegos artificiales

BROOKLYN, Nueva York—. Como todas las fiestas, el 4 de Julio tiende a reducirse a sus expresiones más banales. Para muchos es el día de hacer perros calientes y hamburguesas a la parrilla en el patio de la casa, para luego ir con los hijos a ver los fuegos artificiales.

Apenas recordamos que en ese día un grupo de hombres, acaudalados y dichosos, decidieron jugarse vida y fortuna por ser consecuentes con su idea de justicia. Al proclamar la independencia de su país, sabían que cambiaban radicalmente sus destinos personales.

Para el inmigrante, sin embargo, el 4 de Julio puede tener una resonancia distinta. Alguna vez decidimos también nuestra ‘independencia’. Nos arrancamos del suelo donde estuvimos enraizados —la familia, los amigos, la comunidad donde crecimos—, para venir en busca de otro destino, de otra vida que no era la que nos estaba prefijada.

Explosión de fuegos artificiales en la celebración del 4 de julio en Nueva York. (CNS/Octavio Duran)

Como aquellos patricios de 1776, que decidieron romper sus lazos con Gran Bretaña, nosotros hemos roto los lazos, hemos quemado las naves buscando un futuro mejor. Algunos inmigrantes vinieron por una decisión tomada libremente, mientras que otros fueron echados de su patria por la guerra, la miseria o la persecución política. Quizás entre aquellos primeros estadounidenses también se encontrarían motivaciones encontradas: lo que para unos fue una opción de libertad, para otros habrá sido un gesto desesperado ante la opresión británica.

La diferencia radica en la manera en que ellos y nosotros miramos el futuro en el instante de decidir romper las ataduras. Aquellos señores de bucles y leontina estaban radicalmente decididos a integrarse al país que habían inventado. El inmigrante que llega adulto a otras tierra se pasa el resto de sus días preguntándose de dónde realmente es, dónde está su lugar, su hogar, su gente.

Se nos hace difícil aceptar que al largarnos de México, Colombia, Santo Domingo o Ecuador, decidimos que nuestros hijos serían estadounidenses. Dudamos a veces de que este sea nuestro país aunque seamos ciudadanos, mientras que nuestros hijos nos hablan en inglés y nos miran como se observa algún objeto exótico, venido de un lugar remoto y por demás incomprensible.

Ahí está la cruz del emigrante: no poder reconocerse en sus hijos, saber que son parte de una tribu que alguna vez consideramos ajena. Y, lo que es peor, saber que ellos tampoco se reconocen en nosotros. Esa es, al cabo, la consecuencia última de nuestra decisión de abandonar la tierra donde vimos la luz.

El 4 de Julio es un símbolo del destino que elegimos. La fecha nos viene a recordar cosas que quizás no sopesamos a la hora de poner el pie en el avión o al atravesar un río.

Y entre esas angustias no podemos olvidar las angustias peores de quienes pasan de una cultura a otra sin los medios legales para integrarse a la tierra nueva. Si el desarraigo del inmigrante legal es lacerante, el del indocumentado se vuelve a veces un calvario. Ni ellos pueden regresar a su lugar de origen, ni sus hijos entrar en esa tierra que les prometieron.

La Declaración de Independencia fue el acta de nacimiento de los Estados Unidos, pero a ella siguió una guerra por hacer realidad el sueño que los padres fundadores habían plasmado en un papel. Los inmigrantes indocumentados libran su propia guerra al revés: el objetivo es plasmar en un papel lo que ya hicieron realidad cruzando las fronteras sin permiso.

Su drama supone una creciente tensión entre lo legal y lo moral. Los Estados Unidos tienen el derecho —y la responsabilidad— de mantener y proteger sus fronteras, de regular el flujo de inmigrantes. Y el gobierno y los ciudadanos de este país tenemos el imperativo moral de ser justos y ser humanos.

En un país de instituciones, legalmente ordenado y animado por principios éticos, la solución a los problemas de los inmigrantes indocumentados necesita guardar un equilibrio entre nuestros deberes legales y morales. Por desgracia, no muchos parecen interesados en ese equilibrio esencial. La retórica y los actos de la presente administración, aunque fuesen animados por un legítimo deseo de proteger las fronteras de la nación, parecen olvidar el drama humano al que nos enfrentamos. Por el contrario, la manera en que hablan y actúan exacerba los sentimientos menos solidarios de sus partidarios.

“Ahí está la cruz del emigrante: no poder reconocerse en sus hijos, saber que son parte de una tribu que alguna vez consideramos ajena”, dice el editorial. (En la foto, Skylar Sutherland, de 9 años, en el desfile del 4 de julio del 2017 en Flagstaff, Arizona. (CNS/Nancy Wiechec)

La oposición, por su parte, mientras defiende los derechos de los inmigrantes legales y de los indocumentados, no parece interesada en considerar el reto legal que un flujo caótico de inmigrantes supone. Los adversarios a veces se comportan como si estuvieran más interesados en socavar la presente administración que en el destino de los indocumentados y sus hijos, atrapados en un limbo migratorio.

Millones de personas sin documentos no pueden ser tratadas como un comodín para anotar puntos políticos o granjearse votos. La dignidad de la persona humana no radica en la posesión de ciertos documentos, sino en la verdad fundamental de que hemos sido creados a imagen de Dios.

El 4 de Julio nos recuerda nuestro deber de proteger el sueño de los padres fundadores, porque ese sueño creó el país donde vivirán nuestros nietos. Y es también el día de renovar nuestro compromiso con los principios que animaron a los autores de la Declaración de Independencia: la noción de que ningún estamento legal puede abolir la dignidad esencial de cada ser humano.

———————————

Jorge I. Domínguez-López es el director de Nuestra Voz, el periódico en español de la Diócesis de Brooklyn, y presentador del programa Al pan, pan de la cadena NET TV, de Brooklyn, Nueva York. Estudió por tres años Cibernética-Matemática en la Universidad de La Habana y posteriormente obtuvo una licenciatura en Historia en St. John’s University, en Nueva York. Domínguez-López fue fundador y miembro del consejo editorial de la revista Vivarium, en La Habana, Cuba. Fue director de la revista Béisbol Mundial, de Nueva York.