Este mes se cumplirán treinta años de la caída del Muro de Berlín, el hecho que simbólicamente marcó el fin del comunismo. Entre 1917 y 1989, un tercio de la humanidad llegó a vivir bajo ese régimen que en 72 años produjo 100 millones de muertos, una eficiente maquinaria de vigilancia, un método propagandístico capaz de tapar el sol con un dedo… y poco más.
Los historiadores contemporáneos a menudo se preguntan qué pensaba la gente común durante tal o cual período de la historia. ¿Qué se comentaba en Roma al día siguiente de la muerte de César? ¿Qué pensaba la gente en París cuando escuchaba de las victorias de Napoleón en Italia o de sus desastres rusos? ¿Qué pensaban los siervos de sus señores feudales?
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Para cualquier persona menor de 35 años, el comunismo no es más que un período de la historia, como lo son el Medioevo o el Renacimiento. En ese sentido, cualquiera que recuerde la vida bajo el comunismo, puede considerarse ahora una “fuente primaria”. Lo que para unos es historia, en el sentido más soso y muerto de la palabra, para otros fue nuestra vida.
Haber crecido en Cuba, me imagino, me hace ahora una de esas “fuentes primarias” a las que me refería antes. ¿Cómo fue esa experiencia? La indefensión del individuo y la familia ante el estado, por supuesto, era el sentimiento que me parecía más sofocante. La vigilancia de los aparatos de seguridad sobre los ciudadanos, la consiguiente degradación de la fibra moral de la sociedad y de los individuos, el bombardeo propagandístico de los medios, todos al servicio del estado, la grisura de la vida: esos son los elementos que evoco inmediatamente al recordar los años que viví en Cuba. Pero todos esos estados de ánimo, mal que bien, los retratan miles de testimonios, libros y películas sobre los regímenes comunistas del siglo XX.
Hay, sin embargo, un sentimiento que pocas veces aparece explícitamente en el cine o los libros y que a mí siempre me pareció el aspecto más desolador de vivir bajo un régimen comunista. Era el sentimiento de que el régimen era invencible, que estábamos destinados a vivir en su grisura para siempre… y que a la larga el mundo entero caería en la misma trampa. Eso era lo realmente desesperante: no tener la esperanza de ver el fin.
A fines de los años ochenta, recuerdo que el difunto Cardenal Jaime Ortega dijo alguna vez que ese sentimiento era como “una fe al revés”: gente que no creía en el comunismo creíamos que estaba destinado a la eternidad.
Por un extraño destino, me fue dado visitar Polonia en julio de 1988. Por aquellos días Mijaíl Gorbachov, el jerarca soviético que dio lugar a las reformas que a la larga terminaron con el comunismo, también estaba de allí de visita. Sentado en un café de Varsovia, le pregunté a una joven polaca: ¿Cómo va a terminar todo esto? Era una chica inteligente, que detestaba el comunismo. Me respondió: “Nada va a cambiar”. Once meses después de aquella conversación, el comunismo se derrumbaría en Polonia.
Y ahí está precisamente la clave para entender la magia del año 1989, cuando los regímenes comunistas de Europa comenzaron a caer uno a uno. Fue como presenciar una cadena de milagros que pocos creían posible. De pronto la historia había dado un vuelco y todo era diferente, y la pregunta que nos había podrido el alma desde nuestra niñez tenía una respuesta: no, el comunismo, con sus cien millones de cadáveres a cuestas, no tendría la última palabra. Y de pronto estábamos viviendo en un mundo donde todos gritaban lo que antes solo algunos se atrevían a susurrar.
No, no era “el final de la historia” ni el final de los problemas y los conflictos humanos. Pero era el final de un experimento criminal y perverso que había arrastrado tras sí a la tercera parte de la humanidad. Para quienes vivimos bajo el comunismo detestándolo, fue como si finalmente se hiciera realidad el famoso deseo de Stephen Dedalus, el personaje de James Joyce: “La historia es una pesadilla de la que intento despertar”. Habíamos despertado de la pesadilla.
Incluso en Cuba, donde la pesadilla no terminó, uno se sentía que había despertado. El régimen podía seguir carcomiendo el alma de la nación, los mismos apellidos podían aparecer en el periódico cada mañana; pero todos sabíamos que el rey estaba desnudo.
La ficción envenenada de que “el futuro pertenece por entero al socialismo”, como repetían tantos carteles en La Habana de entonces, no era ya más que un chiste. Aquellos carteles fueron desapareciendo de las calles de Cuba durante el año de gracia de 1989: cada régimen comunista derrotado los hacía más ridículos.
Pero por muchos años aquella frase fue como una letanía. La frase, por cierto, provenía de un discurso de Fidel Castro de fines de 1972 en Moscú: “Optimismo, fe en el futuro, seguridad absoluta en el triunfo definitivo del ideal comunista, es lo que se respira por todos los poros en esta fecha,” dijo Fidel Castro. “Que el futuro pertenece por entero al socialismo ya nadie lo puede dudar.” “Seguridad absoluta”, “ya nadie lo puede dudar”… esas eran las consignas de “la fe al revés”.
Pero por supuesto, algunos dudaban. Y diecinueve años y ocho días después de aquel discurso, desapareció la Unión Soviética. ¿Cómo fue posible? La mejor explicación que he hallado está en la encíclica Centesimus annus, que el papa Juan Pablo II publicara el 1 de mayo de 1991. En ella dice, refiriéndose a los regímenes del socialismo real: “el error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien o el mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión.”
De ese error antropológico, gracias a Dios, despertamos hace ahora treinta años.