Columna del editor

Carnaval, San Valentín, cuaresma

Este año el miércoles de ceniza coincide con la Fiesta de San Valentín. Estaremos ese día hablando de amores eternos y, al mismo tiempo, recordaremos la sentencia que recitaba el sacerdote al ponernos la ceniza en la frente: “Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem revertis” (“Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”), aunque ahora se use otra frase que hace más explícita la advertencia: “Conviértete y cree en el Evangelio”.

La coincidencia nos hace pensar en aquel bello soneto de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”, que termina con dos famosos versos: “serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”. Y entre esas dos palabras se resuelve la cuaresma: el polvo, que representa la muerte, y el amor que la trasciende.

Pero antes, en estos días que preceden al Miércoles de Ceniza, tenemos el carnaval. Es una fiesta ruidosa, colorida y mundana que hace siglos se celebra en muchos países católicos. Es una despedida a la alegría del mundo antes de entrar en los cuarenta días de penitencia y ayuno.

Las máscaras, especialmente las del carnaval de Venecia, suelen ser muy elaboradas y hermosas. El carnaval en general, y las máscaras en particular, pueden verse como expresiones de superficialidad. Y sin embargo, las máscaras del carnaval pueden ser un motivo de reflexión.

Al final del carnaval, nos quitamos las máscaras y comienza la cuaresma. Sí, se trata de eso: quitarse la máscara. La cuaresma es mirarse al espejo y al corazón deponiendo la máscara que usamos para mostrarnos ante los demás y ante nosotros mismos.

Durante el último día de su visita a Perú, antes de rezar el Ángelus, el papa Francisco dijo a los jóvenes congregados en la Plaza de Armas de Lima: “Hay fotos que son muy lindas, pero están todas trucadas y déjenme decirles que el corazón no se puede ‘photoshopear’, porque ahí es donde se juega el amor verdadero, ahí se juega la felicidad”.

Las máscaras, las fotos trucadas, la vanidad o nuestra propia ceguera nos dan una imagen ‘retocada’ y esencialmente falsa de nosotros mismos. Durante la cuaresma estamos llamados al silencio, el ayuno y la reflexión, no como ejercicios piadosos que nos hagan sentir mejores que los demás, sino todo lo contrario: como ejercicios de introspección.

El silencio de la cuaresma —lejos ya de la música y el bullicio del carnaval— nos debe llevar a comparar lo que somos con lo que estamos llamados a ser. Todos sabemos bien que estamos llamados a ser “perfectos como el Padre es perfecto”. Y todos sabemos que no lo somos. Ahora es el momento de evaluar la distancia entre esos dos puntos.

Este es el tiempo de hacerlo porque nos preparamos para celebrar el misterio central de la fe: la resurrección de Jesucristo. Sin ella no tendrían sentido nuestras oraciones, las catedrales góticas, las devociones marianas, la música de Bach ni la misa del domingo.

La buena nueva es que Cristo ha resucitado. Todo lo demás es una consecuencia de ese suceso esencial, comenzando por la promesa de que resucitaremos con Él.

Esa promesa es un plan de vida: debemos vivir para la resurrección, no para la muerte. La cuaresma es el momento de rectificar el rumbo, de prepararnos para celebrar la resurrección de Jesús de Nazaret, de prepararnos para resucitar con Él.

Cambiar la vida no es un proyecto de seis semanas. Pero cada cuaresma que nos sea concedida debería ser un paso que nos acercara a nuestro verdadero destino. Un paso pequeño en un camino largo.

En los tiempos que corren, por ejemplo, es fácil percibir cierta crispación en los medios y en las familias. Las redes sociales, que de cierta manera borran las barreras entre el diálogo privado y público, son un ejemplo evidente, pero no el único.

Hay crispación en el diálogo político, donde cada vez más los adversarios se tratan como enemigos a muerte. Hay crispación en ciertos medios católicos, donde los partidarios de una u otra corriente se insultan y ponen en duda la buena fe —¡o la fe!— de los que no piensan como ellos. Hay crispación en el diálogo entre amigos y familiares, que muchas veces se dilucida en esa nueva ágora de las redes sociales, donde el insulto parece la moneda con mayor poder adquisitivo.

No se preocupe el lector: no voy a proponerle ahora que deje de entrar en Facebook durante los días de cuaresma. (Aunque probablemente sería saludable que lo hiciera.) Digo que a lo mejor, en vez de renunciar al helado o al chocolate, sería más útil que renunciáramos al insulto, la burla o la ira. Aunque así no bajáramos de peso.

Pero es solo un ejemplo. Así como cada uno de nosotros carga con su propia cruz, también cada uno lleva su propia máscara. Al quitárnosla, el espejo nos dirá qué deberíamos hacer en esta cuaresma.

Y tampoco hay que regodearse en la miseria propia. Decía el Papa a los jóvenes de Lima: “Cuando Jesús nos mira, no piensa en lo perfecto que somos, sino en todo el amor que tenemos en el corazón para brindar y servir a los demás. Para Él eso es lo importante, eso es lo más grande”. Y eso es lo que importa.