A fines de agosto de 2005, mis padres y yo empacamos e hicimos un corto pero inolvidable viaje de Maspeth a Douglaston. Comenzaba un nuevo capítulo en mi vida como seminarista universitario. Mis nuevos compañeros y yo estábamos bastante nerviosos. Durante la orientación, monseñor Octavio Cisneros, rector en aquella época, nos explicó muy claro la naturaleza seria y desafiante de la vida en el seminario. Sin embargo, también nos aseguró que todo el personal del seminario nos ayudaría en esta tarea.
Uno de los miembros del personal que conocimos fue el diácono Ramón Lima, entonces secretario de Mons. Cisneros. Inmediatamente me llamó la atención la inteligencia, humildad, piedad y devoción con que el diácono Lima se entregaba al servicio de su familia y de la Iglesia. Pero en ese momento yo todavía no sabía con cuánta fortaleza él impactaría mi vida como seminarista y como sacerdote.
El diácono Lima nació en Cuba y llegó a Estados Unidos a la edad de 22 años con su esposa recién casada, Digna, como exiliados del régimen comunista de Fidel Castro. El diácono Lima y su esposa tienen tres hijos; un varón, Paul, y dos hembras, Lourdes y Betty. Ordenado por el obispo Mugavero como una de las primeras promociones de diáconos permanentes para nuestra diócesis en el año 1977, se convirtió en el presidente de la Asociación Nacional de Diáconos Hispanos. Desde entonces, ha enseñado a innumerables candidatos durante su preparación para el diaconado y ha servido como director espiritual en el programa de diaconado.
Durante mi tiempo como seminarista, el diácono Lima me enseñó lo que realmente significa ser un siervo de Dios. Cristo estaba en el centro de todo lo que hacía. Sus palabras de sabiduría y su actitud compasiva fueron inspiradoras para mí y para mis hermanos seminaristas. Desde la historia de la iglesia hasta la monarquía francesa, el vasto conocimiento del diácono no cesaba de sorprenderme. Me enseñó lo que significa ser un hombre de fe, ya que fue testigo de esta realidad en su matrimonio con Digna, y por sus hijos. Nos abrió las puertas de su hogar y de su corazón a todos los seminaristas y continúa haciéndolo a todos aquellos que lo conocen.
Inmediatamente después de que un hombre es ordenado diácono, se le hace entrega de la estola y la dalmática, las vestiduras propias de su ministerio. Cada ordenando es revestido por un diácono, sacerdote u obispo que haya impactado su vocación de una manera especial. Cuando llegó el momento de decidir quién me debería poner los ornamentos de diácono temporal, no tuve dudas de que debía elegir al diácono Lima.
Doce años han pasado desde ese primer encuentro en el seminario universitario, y para mí es una bendición poder llamar al diácono Lima amigo y mentor. El diácono Lima recientemente celebró su 80 cumpleaños, su 40 aniversario de ordenación al diaconado, y su 56 aniversario de matrimonio. Cuando me llamaron para unirme a él, junto a 12 diáconos permanentes y 148 laicos en una peregrinación a Tierra Santa para celebrar estos festejos, ¿cómo iba a decir que no? El diácono Lima ha conducido docenas de peregrinaciones similares a lo largo de los años. Me sentí honrado de que me pidiera servir como sacerdote y capellán en esta peregrinación tan especial.
Qué gozo visitar y celebrar la Santa Misa en Belén, Jerusalén, Galilea y otros lugares sagrados. Nuestros guías turísticos nos ofrecieron mucha información útil sobre cada ubicación: datos históricos, pasajes bíblicos relacionados con el lugar, etc. El diácono Lima nos dio algo más profundo: el testimonio de su amor por cada lugar sagrado. Este amor proviene, por supuesto, de su amor por el Señor Jesús. Para él, los sitios en Tierra Santa son lugares para tener un encuentro especial con Dios.
El diácono Lima conocía todos los datos, había visto todas las pinturas y mosaicos, podía repetir de memoria lo que decían los guías turísticos. Para él, era diferente. Miraba cada sitio con amor, con devoción y con humildad. Este no es solo un hombre que ama su fe. Es un hombre enamorado de su fe. Un hombre que en una época de de su vida descendió por la intrincada escalera de Belén para ver el lugar de nacimiento de nuestro Señor, y ahora, con toda humildad, los miraba desde lejos, sentado en silencio y orando desde lo profundo de su corazón.
Al acercarnos a Jerusalén, nuestros autobuses se detuvieron en una especie de viaducto panorámico con una vista increíble de la ciudad. La mayoría de los peregrinos, entre ellos quien escribe estas líneas, de forma bastante natural, tomamos fotos de la sobrecogedora escena. El diácono Lima no tuvo que sacar una cámara para tomar un recuerdo artificial de la ocasión. Más bien, observó el valle, la ciudad de Jerusalén, con una mirada devota y amorosa hacia un lugar que, sin duda, ha impactado su vida de manera radical.
Eso, más que nada, resume la vida y la vocación de este humilde siervo de Dios.