¿Cómo es que Saulo, un empedernido perseguidor de Jesús y sus discípulos, llegó a amar y servir apasionadamente a Jesús? ¿Cómo es que llegó a ser el gran San Pablo, el propagador más grande del cristianismo del mundo de entonces y el autor de trece Cartas? ¿Cómo es que este Pablo que confiesa en Hch 26:11: “Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras”, va a decir en Gálatas 2,20: “Ya no soy yo quien vive. Es Cristo que vive en mí.”
San Lucas, autor de los Hechos de los apóstoles, nos narra la conversión de San Pablo en tres ocasiones diferentes: (Hechos 9:1-22) (22:6-16) (26:12-18). Y para que entendamos bien la magnitud de su conversión, nos describe al Saulo antes de su conversión. En Hechos 7:58; 8,1 nos habla de la intervención de Saulo en la muerte de Esteban a quien él consideraba promotor del cristianismo: “Los que estaban apedreando a Esteban dejaron los vestidos a los pies de un joven que se llamaba Saulo”. Nos narra la pasión con que perseguía a los discípulos: “Entretanto Saulo hacia estragos en la iglesia, entraba por las casas, arrastraba a hombres y a mujeres, y los metía en la cárcel.” (Hechos 8, 3). No se le pasa por alto que Saulo para consolidar oficialmente la persecución pidió aprobación de las autoridades: “Entretanto Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén”. (Hechos 9,1-2)
Y es en este camino a Damasco, de furiosa persecución, que Dios le hace el gran llamado. “De repente le rodeó una luz venida del cielo. Cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. La luz ciega sus ojos físicos, pero le abre los del alma. La voz lo remece en lo más hondo de su ser haciéndolo exclamar: “¿Quién eres Señor?” (Hechos 9,3-5). Notemos que lo llama Señor. Esta es una palabra griega con la que se traducía del hebreo la palabra “Yahvé”. Ciertamente un judío ortodoxo y versado en las Escrituras como Saulo, nunca utilizaría el término “Señor” para referirse a nadie más que a Dios. Al reconocer que Jesús de Nazaret es el Señor, al que él consideraba como un Mesías impostor, está admitiendo que este Jesús es el Dios que se había revelado a través de todo el Antiguo Testamento. Más adelante escribirá que nadie puede ser un auténtico cristiano si no cree y confiesa que Jesús es el Señor (Romanos 10:9).
“Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer” le replicó Jesús (Hechos 9,5-6). Saulo se doblega, y nace Pablo, el apóstol. Reconoce no sólo que Jesús es el Señor, sino que también admite que al perseguir a sus discípulos, está persiguiendo al Hijo de Dios. De ahí en adelante Pablo hará todo lo que el Señor le mande (Hechos 9:8-9). Y él, en su plan perfecto, lo primero que hace es integrarlo a la naciente Iglesia. Lo envía a Ananías, quien escuchando la voz de Dios, recibe al recién convertido: “Ananías partió inmediatamente y entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: “Saulo, hermano mío, vengo de parte de Jesús, el Señor, el que se te apareció en el camino por el que venías, para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo”. (Hechos 9,17)
Comienza así para Pablo una nueva relación con los cristianos de Damasco que él había planeado encarcelar: “Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco.” (Hechos 9:19). Y lo mismo hizo cuando fue a Jerusalén: “Cuando llegó a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos…”. (Hechos 9:26)
Jesucristo le había indicado a Saulo, a través de Ananías, cuál sería su misión: “Instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:15). Así, para Pablo, evangelizar llegó a ser una necesidad: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!”. Nunca perdió de vista que todo se lo debía a Dios. En sus propias palabras afirmó ser “el peor de los pecadores” (1 Tito 1:15). Nadie puede jactarse de la salvación como algo que haya logrado por sí mismo, o de lo que sea merecedor (Efesios 2:9).
Conmemoramos la Conversión de San Pablo, el 25 de enero, fecha en la termina la Semana de Oración entre todos cristianos del mundo.