Análisis

Educación y humanismo

Nuestra cultura occidental está viviendo una “crisis de la verdad”. La ideología secularista equipara verdad y conocimiento, adoptando una mentalidad positivista que, rechazando la metafísica, niega los fundamentos de la fe y rechaza la necesidad de una visión moral. Con ello, introduce una cuña entre verdad y fe y también entre verdad y amor porque conocer la verdad nos lleva, necesariamente, a descubrir el bien, el amor del que es inseparable. El papa Benedicto XVI, en su Carta Encíclica Caritas in Veritate (2009), que habría que releer porque se inscribe en la gran tradición de la Doctrina Social de la Iglesia poniendo especial énfasis en la Populorum Progressio (1967) que vincula el desarrollo de los pueblos con la verdad y la caridad y, a partir de allí, destaca la continuidad de este principio en Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis (1987) inscripta en la misma dinámica (CiV 8) vincula la <<veritas in caritate>> de San Pablo (Ef, 4,15) con la <<caritas in veritate>> porque “solo en la verdad resplandece la caridad” (CiV 2-3) –y añade– “En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez <<Agapé>> y <<Lógos>>: Caridad y Verdad, Amor y Palabra” (CiV 3). “La verdad es <<Lógos>> que crea <<diá-logos>> y, por tanto, comunicación y comunión (CiV 4).

El actual proceso de globalización debe desembocar en una “cultura de la solidaridad” que responda al ideal de “la unidad de la familia humana que no anula de por sí a las personas,  los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad” (CiV 53). Cada vez más se tiende a definir al hombre en términos de “relación” (M. Buber y las filosofías personalistas) lo que obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación. Esta perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por el misterio de la Santísima Trinidad que es absoluta unidad, en cuanto las tres personas son relacionalidad pura. A la luz de este misterio que vale para la Iglesia, para la familia y, en su medida, hasta para la sociedad, se comprende que “la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración recíproca” (CiV 54). La revelación cristiana sobre la “unidad del género humano presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial” (CiV 55). La crisis, en efecto, se centra en la antropología, en el hombre que, en gran medida, ha perdido su relación con Dios por la disociación entre fe y verdad, caridad y verdad olvidando que él es un ser esencialmente social y, por lo tanto, relacional, vinculado necesariamente a la naturaleza, a la sociedad y a Dios. La caridad y la verdad están en la base del desarrollo porque son la esencia del anuncio de Cristo y las únicas que hacen posible el desarrollo humano integral, la civilización del amor que hace que, construyendo la ciudad del hombre, alcancemos, al fin de la historia, la Ciudad de Dios, para expresarnos en palabras del gran San Agustín (s. IV). A la luz de lo expuesto se ve con claridad que el humanismo cristiano es la base de una real renovación de la educación, no solo católica, sino de la educación en general. El papa Benedicto ha afirmado que la cuestión social es ahora “una cuestión antropológica” (CiV 75) y la superación de esta cuestión social y antropológica es sin duda alguna la educación de las nuevas generaciones.

(Foto CNS / Chaz Muth)

La educación, en efecto, no puede ser entendida simplemente como adiestramiento del individuo a la vida pública en la que actúan diferentes corrientes ideológicas que compiten entre sí por la hegemonía cultural para procurar el mero éxito individual y profesional. Es necesario humanizar la educación y esto significa “poner a la persona al centro, en un marco de relaciones que constituyen una comunidad viva, interdependiente, unida a un destino común”. Una educación así entendida no es otra cosa que un “humanismo solidario” que da su justo lugar a la familia restituyendo su pacto ahora roto con la escuela, se pone al servicio de todo el cuerpo social, ofrece un servicio formativo y no meramente informativo, no se limita a que los profesores enseñen y los alumnos aprendan sino que procura favorecer espacios de encuentro y confrontación para crear proyectos educativos válidos, rompe los muros de la exclusividad, promueve los talentos individuales y sabe prudentemente extender el perímetro de la propia aula en cada sector de la experiencia social, donde la educación puede generar solidaridad, comunión y conduce a compartir . Para decirlo con una palabra: es indispensable proponer un “nuevo modelo ético-social frente al paradigma de la indiferencia, como afirma con insistencia el papa Francisco.

St. Elizabeth Ann Seton, patrona de las escuelas católicas en los Estados Unidos. (Foto CNS / Gregory A. Shemitz)

Lo que hoy está en juego, en la educación, es el ser humano, su dignidad, la vivencia de su condición y su capacidad de transformar la realidad a través de una sana conformación de su razón y el correcto ejercicio de su libertad. El peligro más grave de la humanidad no es la violencia, la inseguridad, la desigualdad o pobreza material. Estos son, sin ninguna duda, grandes desafíos. Pero lo más grave es la posibilidad de destruir lo humano. La esencia de lo humano es la búsqueda de la verdad y el recto ejercicio de la libertad, en otros términos, la capacidad de vivir más allá de sí mismo en la alegría de amar, instaurando innumerables relaciones con los otros seres humanos, la creación y el Creador mismo. Sí, con Dios mismo, porque donde Dios está ausente los valores y las estructuras justas, que no nacen de la sociedad y tampoco en ella fundan su consenso, exigen una búsqueda fatigosa pero indispensable a la luz de los valores fundamentales, con todo el empeño de la razón política, económica y social. Se abre de este modo un amplio campo en el que las religiones pueden hacer un gran aporte, en el respeto de una sana laicidad por lo demás esencial a la tradición cristiana en busca de una recta ratio que no proviene de las ideologías ni de sus promesas sino del hombre cuando aplica su razón al descubrimiento de la verdad con el coraje de ir hasta el fundamento último de la realidad que es Dios revelado en el rostro humano y misericordioso de Jesucristo en el que confluyen caridad y verdad.

Estas reflexiones no contienen un específico programa educativo. Solo se limitan a advertir sobre el núcleo del tema. Me limito aquí a señalar un fundamento, una dirección, un rumbo. La educación debería afrontar tres desafíos fundamentales: la interculturalidad, el diálogo interreligioso, la relación entre la religión y los valores ético sociales. Cada uno de ellos abre a un mundo que es necesario explorar con coraje y talento científicos. La educación tiene necesidad de una urgente discusión amplia, veraz y concreta. Si esta no se diera, los cambios que exige esta “emergencia educativa” de la que hablan tanto Benedicto XVI como el papa Francisco, quedarían en la periferia, sin alcanzar el fundamento y serían ineficaces.

Es indispensable que los niños y jóvenes de hoy sean capaces –por la educación– de amar la realidad, de acogerla y transformarla. Lo que está en juego es su capacidad de relación, de encuentro, de sentirse corresponsables de una realidad histórica que no es solo disfrute o consumo y que exige de ellos una entrega personal, solidaria, para el cuidado y la mejora de sí mismos y de la “casa común”.