Conozca su Fe

Educar con el corazón: Las 3 claves de San Marcelino Champagnat para formar hijos virtuosos

Como padres católicos, somos conscientes de nuestro derecho y deber de educar a nuestros hijos. Sin embargo, a menudo olvidamos que, para que nuestra labor educativa sea realmente eficaz, primero debemos trabajar en nosotros mismos. San Marcelino Champagnat, uno de los grandes santos educadores de todos los tiempos, recuerda, entre otras cosas, tres características esenciales para que padres y educadores puedan llevar a cabo su misión. Conocer el pensamiento de este gran santo puede guiarnos en un breve examen de conciencia sobre cómo estamos llevando a cabo nuestra labor educativa.

1. El Educador debe ser un Modelo de Virtud

En primer lugar, San Marcelino insiste en que el educador debe ser un ejemplo vivo de virtud sólida. Digamos que esta es una gran responsabilidad de los padres hacia con sus hijos. San Marcelino tenía muy claro que para enseñar la virtud, o mejor, para inspirarla y transmitirla, hay que ser virtuoso; de lo contrario, uno es charlatán, profesional de la mentira, la peor de las ruindades…Recomiendas a los niños la pureza de costumbres, sé tú mismo puro e irreprochable; les induces al amor de la verdad, la obediencia, el recato y la piedad, sé tú mismo franco, humilde, dócil, piadoso: sé para ellos modelo de todas esas virtudes”

Los padres que realmente quieren que sus hijos sigan el camino de las virtudes como buenos cristianos, deben tener en cuenta que el primer trabajo es de ellos mismos, es decir, ellos como educadores deben buscar la virtud que quieren que sus hijos tengan. San Marcelino insiste notoriamente en este punto porque es fundamental. En sus propias palabras: “De todas las lecciones que podéis y debéis dar, la primera, la principal, que es a la vez la más meritoria y la más eficaz para ellos, es el buen ejemplo. La instrucción penetra más fácilmente y se graba más hondamente por la vista que por el oído. Las palabras pueden persuadir, el ejemplo arrastra; su eficacia es tanto mayor cuanto más suave, pues presenta a la vez la enseñanza, la exhortación y el aliento.”

Este énfasis en el ejemplo para nuestros hijos no es casual. San Marcelino entendía que los niños son, por naturaleza, imitadores. “El niño es instintivamente imitador; lo ha querido así la naturaleza, para que aprenda por el lenguaje de los hechos…una de las leyes esenciales de la vida es que sólo se pueda transmitir con ciertas condiciones de identidad o semejanza.”
Esto significa que, para transmitir virtud, el educador debe poseerla plenamente. “Para que pase de unos a otros, es menester que los padres o los maestros la posean, conforme al dicho sólo se puede dar lo que se tiene.”

San Marcelino también advierte sobre las consecuencias de no vivir lo que se predica y enseña,
“Dar a los niños lecciones de vida cristiana y contradecir, con el mal ejemplo, las sentencias que se pronuncian, es una vergüenza y un crimen; es acariciar con una mano y golpear con la otra. Los actos han de ir conformes a las palabras; si éstas se oponen a aquéllos, serán inútiles para el niño y no servirán más que para condenar al maestro”.

Podemos resumir lo dicho en una frase: si quieres hijos virtuosos, busca tú la virtud.

2. La Piedad Ardiente y la Oración por los Niños
Para San Marcelino, la piedad no es un añadido opcional, sino el corazón mismo de la educación. Él afirma: “No se comprenderá bien cuán necesaria es la piedad, si no recordamos que Dios ocupa el primer lugar en la educación por cuatro motivos: porque es el primer maestro del hombre, porque se ha de educar a los niños por Dios y para Dios, porque tiende a la formación de las almas, y porque el educador no puede cumplir su augusto ministerio sino con la ayuda divina”.

Dice el santo con un lenguaje que puede ser aplicado directamente a nosotros padres: “Cuando se os confía un niño, imaginad que Jesucristo os está diciendo lo de la hija del faraón acerca de Moisés, al que acababa de rescatar de las aguas del Nilo: Toma este niño y críamele, que yo te lo pagaré (Ex 2, 9). Nada más precioso que él tengo en la tierra; te lo confío para que le guardes del mal y le enseñes a practicar el bien. Este niño es el precio de mi sangre; enséñale lo que me ha costado su alma, lo que hice por salvarle; edúcalo para el cielo, pues está destinado a reinar allí conmigo”, y continúa diciendo, “es evidente que una obra semejante no se puede realizar por medios humanos; solamente la gracia y la virtud pueden lograrlo; pero esa gracia y virtud no se alcanzan sino con la oración. La piedad, pues, le es absolutamente necesaria al maestro”.

Hay que rezar y mucho por nuestros hijos. Somos cooperadores de Dios em la salvación de nuestros hijos y en su educación, ya que, para cooperar adecuadamente con Dios, “hay que vivir en íntima unión con él y participar abundantemente de su espíritu. Pues bien, solamente con la piedad y las frecuentes comunicaciones con Dios se puede alcanzar esa unión y participación de su espíritu”. De allí que San Marcelino sentencie: “El maestro que no rece, que carezca de piedad y no sepa infundir el amor a la oración a los niños a quienes educa, es un pedagogo indigno de la noble misión que se le confía”.

3. Amor sobrenatural e intenso por los Niños

Parece obvio este punto al hablar de nuestros hijos, pero es necesario recordarlo. En efecto, no solo es importante que ellos sean amados, sino que lo sepan y lo sientan. El consejo que san Marcelino da a los maestros puede muy bien ser aplicado a los padres: “Amad, pues, a vuestros alumnos; no ceséis en la lucha contra la indiferencia, el cansancio y los sinsabores que sus faltas provocan tan fácilmente. Sin que os desentendáis de sus defectos, ya que debéis corregirlos, ni de sus faltas, que a menudo habréis de castigar, pensad también en todas las buenas cualidades que tienen vuestros muchachos: mirad la inocencia que brilla en su rostro y en su frente serena, ved con qué ingenuidad confiesan las faltas, la sinceridad de su arrepentimiento aunque no dure mucho, la franqueza de sus propósitos aun cuando falten a ellos casi inmediatamente; la generosidad de sus esfuerzos aunque rara vez los prolonguen. Daos por satisfechos con el poco bien que hacen y el mucho mal quedejande hacer. Y, pórtense como se porten, seguid amándolos mientras estén con vosotros, ya que no hay otra manera de trabajar con provecho en su educación”.

Estas son las tres características esenciales que debe poseer todo educador. Como padres es preciso que nos interroguemos con sinceridad: ¿Estamos siendo ese modelo de virtud que nuestros niños necesitan? ¿Cultivamos la piedad y el amor en nuestra labor educativa? ¿Rezamos con fervor por los niños que nos han sido confiados? ¿Continuamos amando a nuestros hijos a pesar de los inconvenientes o hemos desistido de hacerles el bien?

Como bien dice San Marcelino: “Según sea el padre o el maestro, así será el hijo o el discípulo.” Que estas palabras nos motiven a asumir con responsabilidad y pasión la hermosa tarea educativa.

Emanuel Martelli-Neuropsicopedagogo