Cruz Teresa Rosero

El amor de Dios, fuente de todos los amores

Hace poco asistí a un evento donde se celebraban los 50 años de fundación de un club de amigos. Andrea, de 37 años, con Síndrome de Down, hija de uno de los fundadores, había sido previamente proclamada reina del club. Por ser una de las reinas, ocupaba esa noche uno de los puestos reservados para ellas. Esto la hacía muy feliz; pero se sentía mucho más contenta cada vez que miraba a su papá sentado frente a ella en la mesa directiva. De la emoción, se golpeaba el pecho cada momento y decía con gran emoción: “¡Mi papá me ama!”.

En cambio, Juan es un niñito a quien siempre lo han castigado. Su rostro infantil luce triste, de todo llora y por todo pelea. Sus ojitos parecen buscar siempre a alguien que lo abrace y que le diga que lo ama. Diana es una jovencita que se enamoró ciegamente y de ese amor nació un lindo bebé. Al poco tiempo, se vio sola y abandonada. El amor que creía sentir por su novio se transformó en resentimiento y desconfianza.

Mi hermano Udaldo, de 66 años, en las dos últimas semanas de su vida, pedía a todos los que venían a visitarlo, que le dieran un abrazo. Su rostro se iluminaba, sus dolencias parecían desaparecer con cada abrazo de amor. Andrea, Juan, Diana y Udaldo ejemplifican lo que el verdadero amor, la falta de él, o la falsa ilusión del amor pueden hacer en una persona. Nos confirma una verdad que científicos, filósofos, sicólogos y maestros espirituales han dicho respecto al ser humano: que éste está hecho para amar y ser amado.

¿Cómo encontrar el verdadero amor? ¿Cómo nutrirlo y mantenerlo vivo? ¿Cómo llenar los vacíos de la falta de amor y cómo sanar las heridas de amor? Todas estas preguntas tienen una sola respuesta en la definición de Dios que da San Juan en su Primera Carta 4,4: “Dios es amor”. Si le permitimos a Él que toque nuestro corazón, todo nuestro ser se llenará de Su Amor. Lo identificaremos y palparemos en el papá o mamá que nos ama incondicionalmente, como en el caso de Andrea o a través de los sinceros y cariñosos abrazos de familiares y amigos, como en el caso de mi hermano Udaldo. De otra manera, confundiremos el verdadero amor con la ilusión o la infatuación, como en el caso de Diana.

San Agustín decía: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. Y es que los vacíos del alma sólo pueden ser llenados por Aquél que nos creó. Nos atamos a personas, mascotas, cosas materiales, y aún a las drogas, porque corremos buscando a quién amar y quien nos ame. Por eso, en el camino podemos perdernos con amores equivocados.

Pero, ¿cómo identificar el Amor de Dios, la fuente de todos los amores y cómo dejarse llenar de él? La respuesta es el Espíritu Santo. Romanos 5,5 dice: “Por el Espíritu Santo, el amor de Dios se va derramando en nuestros corazones”.

¡Sí, en nuestros corazones, allí vive! Como decía San Agustín: “Te buscaba afuera y estabas dentro de mí”. Lo que necesitamos es tener encuentros personales con Dios, que nos hagan experimentar a un Cristo vivo con el poder del Espíritu Santo que mora dentro de nosotros. La persona que experimenta esta Presencia, habla de un antes y un después ya que al sentirse amada de Dios, su autoestima aumenta, se convence de su dignidad de hijo o hija de Dios y los otros amores humanos se filtran a través de la luz divina, se nutren y se mantienen amando y dejándose amar de Aquél que nos creó. Sé por experiencia personal que después de tener un encuentro personal con Dios, mi vida cambió completamente. Al asistir a un Seminario de Vida en el Espíritu Santo de la Renovación Carismática, cuya primera enseñanza es sobre el Amor de Dios, experimenté Su Presencia de una forma poderosa. Me sentí amada por Él y ese amor duradero, eterno e incondicional, cambió mi vida para siempre.

Desde entonces, he vivido convencida de mi dignidad de hija de Dios. “Con amor eterno te he amado”, nos dice la Palabra en Jeremías 31,3. ¡Dejémonos inundar de este Amor incondicional, fiel, sanador y eterno!