Los últimos 226 años de la historia de Occidente están marcados por un acontecimiento que cambió la forma de ser y existir de la sociedad francesa. En las postrimerías del siglo XVII Francia dio a luz a un mundo nuevo con su Revolución. Libertad fue su diosa, libertinaje su hijo bastardo, miedo su herencia. Los gobiernos europeos aceptaron el lema “Libertad, igualdad, fraternidad” como un enemigo a combatir y del cual defenderse.
La Iglesia fue, probablemente, la institución que más se vio afectada por el cambio social nacido de la Revolución. Los Estados Pontificios se tambalearon hasta desaparecer menos de un siglo después. Y la respuesta eclesiástica no fue otra que encerrarse en una especie de fortín inexpugnable. Se ignoró la Revolución Industrial, la lucha por las reivindicaciones sociales, el diálogo con las confesiones separadas, el acompañar al mundo en sus alegrías y esperanzas.
Ciento setenta años tardó la Iglesia en reaccionar a los retos que la Revolución Francesa había planteado a los creyentes. Ocupaba la sede de Roma en ese momento un viejo historiador curtido en los entresijos de las cancillerías del mundo eslavo y ortodoxo. Había sido testigo directo de las desgracias vividas durante las dos guerras mundiales que asolaron Europa. Angelo Roncalli, más conocido como Juan XXIII, decidió romper los muros que aislaban a la Iglesia del mundo y prepararla para el tercer milenio de la civilización judeocristiana.
Su objetivo no fue otro que abrir la Iglesia al mundo moderno y a la sociedad escrutando los “signos de los tiempos” con objeto de hacer inteligible el Evangelio al hombre actual, abrir los caminos para la unidad de todos los creyentes en Cristo, volver a la estricta fidelidad al Evangelio viendo el rostro de Cristo en el pobre, el abandonado, el marginado. Entre el 11 de octubre de 1962 y el 8 de diciembre de 1965 “la Iglesia… ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su Fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante ‘revisión de vida’ se vuelve a ustedes, los jóvenes, sobre todo para ustedes, que acaba de alumbrar en su Concilio una luz, una luz que alumbrará el porvenir, su porvenir… La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que van a construir respete la dignidad, el derecho de las personas y esas personas son ustedes…” Entre aquellos jóvenes a los cuales se dirigió el Concilio había un joven jesuita argentino.
Han pasado cincuenta años de aquella reunión. Ha corrido mucha agua por debajo de los puentes del Tíber. Pero el reto sigue vivo. El diálogo con el mundo está empezando. La unidad con los creyentes en Cristo empieza a ver sus primeros brotes. La presencia de los pobres sigue viva. Se empieza a tener conciencia de que la Iglesia, como Pueblo de Dios, celebra su fe escuchando la Palabra de Dios, lo cual la convierte en luz de las gentes, luz que ilumina las alegrías y las esperanzas, las penas y las tristezas de los creyentes en Cristo, ya que nada humano le debe ser ajeno al creyente.
El 8 de diciembre de 2015 se cumplen los 50 años del final del Concilio. El viejo diplomático, el que abrió las ventanas de la Iglesia, no pudo ver concluido el Gran Encuentro. Pero su audacia, su alegría, su esperanza de construir un mundo mejor del recibido de los mayores sigue vivo. Lo continúa uno de los jóvenes a quienes la Iglesia alumbró una luz para iluminar su porvenir. Llegó desde los confines del mundo a Roma para manejar el timón de la barca de Pedro. Cincuenta años después vuelve la esperanza, la alegría a la Iglesia. Juan XXIII le pasó la responsabilidad a un descendiente de piamonteses, Bergoglio, de sobrenombre Francisco. Caminemos con ilusión y esperanza.