El padre Edwin Lozada nació el 23 de abril de 1978 en Charalá, un del departamento de Santander, en Colombia. Es el menor de once hermanos.
Creció en una familia católica. Cuando tenía cuatro años vivió un momento que lo marcó. “Tengo la fotografía en la mente de alguna vez que me llevaron a la Eucaristía y tal vez mi conciencia ya estaba empezando a despertar. Yo era muy pequeño y había mucha gente. Como no podía ver nada, sólo cabezas, le pedí a mi padre que me cargara y en un momento él lo hizo. Me levantó y cuando lo hizo ahí quedó la fotografía del sacerdote”, explica el padre Edwin. “Recuerdo tal cual al sacerdote, que estaba vestido con ornamento verde, barbado, estaba con las manos abiertas de frente al altar”.
A los ocho años oía las campanas de la iglesia y les decía a sus padres que asistiría a la misa. “En una de ellas me quedé mirando lo que hacía el padre. Cuando regresé a la casa le dije a mi mamá que quería ser sacerdote”. En ese momento su madre le dijo que tenía que comportarse bien porque los sacerdotes eran un ejemplo a seguir.
Su padre fue nombrado sacristán. La vida del ahora joven Edwin había cambiado y por su cabeza ya no rondaba la idea de ser sacerdote. “Mi papá me llevaba para que le ayudara y ahí empezó un camino de más conocimiento, y entré al grupo juvenil de la parroquia”.
Con 14 años fue a reemplazar un día a su padre. “Tenía todo listo, me senté y me quedé mirando hacia el Santísimo y ahí fue que sucedió algo. Es lo que uno llama que escuchó algo, pero sin oír una voz física ni nada, es una cosa de adentro que me dijo ‘tú vas a ser esto’. Yo no fui capaz de decir nada, me entró un sentimiento de llorar, pero no quería hacerlo en el templo, entonces empecé a cantar ‘Pescador de hombres’. Respiré profundo y me fui a la sacristía. Ahí fue tan diferente que yo no dije nada, me quedé callado, era una experiencia para mí”.
Cuando se graduó del colegio se presentó al seminario en San Gil, otro municipio de Santander, donde fue admitido y le llegó la carta donde le decían que lo esperaban en febrero. Pero en diciembre decidió irse a Bucaramanga a buscar trabajo porque quería experimentar otros horizontes.
En Bucaramanga lo contrataron para repartir volantes y el domingo siguiente fue a misa para agradecer a Dios por su nuevo trabajo. “Estando en la Eucaristía se repitió la misma escena que había vivido años atrás viendo al Santísimo y entonces yo me quedé sentado pensando”. Regresó a la casa de la familia de la amiga donde se estaba quedando y el lunes, cuando todos esperaban que fuera a trabajar, lo vieron con sus maletas: regresaba al seminario.
A los 18 años entró al seminario donde empezó el ciclo de filosofía. Cuatro años después el programa permitía que los seminaristas fueran a una parroquia por un año, pero en ese momento él decidió retirarse. Con 23 años se fue a vivir a Bogotá. “Empecé un proyecto de vida diferente, comencé a trabajar como profesor de filosofía”.
Después de seis años empezó a ahorrar para estudiar sicología. Hizo el proceso para ingresar a la Fundación Universitaria Konrad Lorenz. Allí le fue muy bien y recibió una beca.
Fue al santuario del Señor de los Milagros en Bogotá a dar las gracias. “Entré, me senté y empecé a hablar con Dios. Cuando iba saliendo del templo escuché ‘¿tú crees que yo me equivoco? ’. Me devolví, me senté y empezaron todas las escenas en mi mente. Yo creo que ese fue el momento más grande que he tenido en mi vida. Yo salí de ahí y todo quedó atrás”.
Un amigo sacerdote lo llamó para que lo ayudara en San Juan Bosco de la Verde, en Santander. “Ésa para mí fue una señal. Renuncié al colegio, me fui donde el padre, le ayudé y trabajé con él”.
Un sacerdote de un pueblo cercano también me invitó para ayudarle con algunas actividades. Entre otras, preparó a la reina de la población para un reinado regional. “Al llegar a la población donde fue el reinado, el padre me pidió el favor de que le ayudara con algunas actividades. La reina que acompañé ganó y el sacerdote me pidió que me quedara trabajando con él, yo acepté e inmediatamente trasladaron al padre y él me pidió que lo ayudara en su nueva parroquia”.
Ese sacerdote era diocesano pero había sido religioso. “Él me empezó a hablar de una comunidad religiosa. Comencé en la comunidad de los Misioneros Contemplativos Javerianos Ad-Gentes que tiene su sede en Pereira”.
Con la comunidad estuvo en un proceso de tres años hasta ordenarse sacerdote el 22 de noviembre de 2013, tenía 35 años. “El día de mi ordenación el director de la comunidad leyó el documento donde me enviaban a estudiar a Italia. Había un sacerdote que venía para Nueva York, pero sufría de los bronquios y con el invierno y el frío el médico le dijo a la comunidad que no podía viajar”.
Entonces su viaje ya no fue para Italia, sino para Nueva York, a donde llegó en marzo de 2014 a la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, donde se ha desempeñado como vicario parroquial. “Lo más grande de
ser sacerdote es que uno mismo se empieza a entender como una respuesta de la existencia de Dios. En este momento para mí lo más grande es llegar a este punto de decir que no dudo de la existencia de Dios y no dudo de la obra de Dios. Yo creo que esto no es exclusivo del sacerdocio”.