Iba regresando en tren de Washington DC a Brooklyn, donde vivía. Al llegar, tomé el subway para ir a casa. A medida que iba acercándome a la última parada, los vagones se iban vaciando. El temor me invadió porque ya era de noche y en mi vagón sólo quedaban tres jóvenes negros. Me habían dicho que me cuidara de ellos. Salí tan apresurada y asustada del vagón, que olvidé mi maletín.
Me alejaba ya a toda prisa cuando me detuvo el grito de uno de los jóvenes que se había pasado de un vagón a otro y, con el tren en movimiento, me lanzó el maletín diciéndome: “Lady, you forgot your luggage” (“Señora, olvidó su maletín”).
La sorpresa fue grande. Derribaba todos las percepciones y juicios que había escuchado y me había hecho: “Cuídate de jóvenes hombres, negros o hispanos”. Aquella experiencia me dejó varias enseñanzas: 1) Que debemos hacer lo posible por conocer al otro y no dejarnos llevar por las percepciones o apariencias. 2) Que lo que cuenta es lo que está en el corazón. 3) Que todos los seres humanos somos iguales, con la misma dignidad que nos otorga el ser creados a imagen y semejanza de Dios. 4) Que vea lo que vea, pase lo que pase, recuerde siempre esta historia y estas enseñanzas.
Y cómo me han servido. En esta tierra de los Estados Unidos todos hemos experimentado o escuchado historias de violencia e injusticias debido al color, lengua y grupo étnico. Recuerdo al compañero dominicano, negro, que al regresar de una peregrinación en Tierra Santa, el agente de Inmigración lo trató mal porque no podía expresarse en inglés.
Recuerdo a la maestra de raza blanca que me dijo que los niños que no hablaban inglés debían regresarse con sus padres a sus países de origen.
Recuerdo el impacto que me causó en 1999 la muerte de un joven inmigrante de Guinea de 23 años, Amadou Diallu, que estaba indefenso, pero que por mala interpretación fue acribillado con 41 disparos por cuatro policías, en el Bronx. Se supo después que él estaba indefenso. Nunca entendí por qué los cuatro quedaron libres.
Pero esto no es nuevo en nuestras vidas. También hemos vivido la discriminación en nuestros países de origen. En lo que se refiere a grupos étnicos, el indio y el negro son mirados con desprecio. En lo que se refiere a clases sociales y apellidos, hay una diferencia marcada que hace sentir a unos superiores y a otros inferiores.
El racismo necesita ser combatido y sanado. Pero, ¿cuál es su raíz? En 1988, el 3 de noviembre, fiesta del San Martín de Porres, de padre blanco y madre negra, la Pontificia Comisión de Justicia y Paz, durante el pontificado de San Juan Pablo II, y bajo la dirección del Cardenal Roger Etchegaray, publicó un documento titulado “La Iglesia ante el racismo para una sociedad más fraterna” con la consigna “Todo hombre es mi hermano”.
El numeral 24 dice: “El prejuicio racista, que niega la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana y blasfema de su Creador, sólo puede ser combatido donde nace, es decir, en el corazón del hombre. De aquí brotan los comportamientos justos o injustos. (Marcos 7:21).
En el numeral 25 se pide a pastores, predicadores, maestros y catequistas esclarecer la enseñanza de la Escritura sobre este tema. En el 26, nos insta a que todos asumamos la defensa de las víctimas del racismo: “Los cristianos no duden en asumir su propio lugar en esta lucha por la dignidad de sus hermanos, con el necesario discernimiento y prefiriendo siempre los medios no violentos”.
San Pablo nos recuerda en Gálatas 3:28: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos somos uno en Cristo Jesús”.