Mi amiga del alma, y madre espiritual en los Estados Unidos, se llama Lydia Caro. Ya tiene más de 80 años y ha sido diagnosticada con demencia senil. Cada vez que la visito ahora temo que no me reconozca. Sé que ya no podemos hablar como antes, que ya no le puedo abrir mi corazón y pedirle consejos; pero al menos espero que me recuerde.
En mis últimas visitas he leído en su mirada la confusión de su mente. Me mira tratando de buscar en su cerebro mi imagen y mi nombre. La ayudo hablándole, y mi voz la hace reconocerme. Emocionada, la abrazo mientras escucho lo que mi corazón ansía: ¡Teresa, que alegría verte!
Durante toda su vida rezó el Santo Rosario diariamente con su esposo de más de 50 años. Cuando él murió, ella siguió rezándolo sola. Hoy, un rosario reposa en la mesita junto a su sillón, donde pasa gran parte del día. Su hija pertenece a otra religión, pero respeta la fe de sus padres, y sus devociones. Su plan del cable incluye la estación católica EWTN, que la acompaña todo el día.
En una de mis visitas, EWTN estaba transmitiendo la peregrinación del Santuario de Lourdes, donde se reza el Rosario en varias lenguas. Ella, adormilada, se unió al canto del avemaría. Recordé a mis amigos Lydia y Raúl cantando en nuestra querida parroquia de San Jerónimo, años atrás. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
En otra ocasión, la encontré dormida. Tras unos minutos, le dije: “Lydia, aquí estoy. ¿Quieres que recemos el Santo Rosario?” Un poco asustada, abrió sus ojitos lentamente, me identificó y preguntó: “Teresa, ¿dónde está mi rosario?” Se lo puse en sus manos, y saqué también el mío de mi cartera. Pensando que ella no podría conducirlo yo me preparé a hacerlo. ¡Oh, sorpresa! De pronto escucho su voz santiguándose y haciendo la oración al Espíritu Santo, con la cual siempre iniciaba el Santo Rosario.
No recordó los misterios, pero después del primer Padre Nuestro, continuó con cada avemaría sin perder una vocal. Mi corazón palpitaba de alegría. La Presencia de Dios nos inundaba a las dos. Ella no tenía que entender lo que estaba repitiendo: eran suficientes el amor y la unción de su corazón. Pensé en los bebés que lloran y no saben por qué. Sin embargo, la madre identifica el por qué de su llanto. Así también, la Madre del Cielo entiende en cada avemaría el clamor de sus hijos, más allá de sus mentes perdidas.
Me despedí de ella con un beso y le dije al oído: “Gracias amiga, hoy Dios me enseñó que aunque el cerebro se pierda en el espacio y el tiempo, la oración repetida se graba en él y surge para clamar su bendición y reclamar a la Madre su amor y sus cuidados”.