A principios de abril Buenos Aires entra en un otoño muy cálido, al menos para quien llega de la fría primavera que teníamos en Nueva York. Como buenos turistas, fuimos a ver la Casa Rosada, la sede del poder ejecutivo. Pero a veces hasta el más ingenuo de los turistas choca con la realidad. Mientras paseábamos por la Plaza de Mayo, vino la realidad a visitarnos: los letreros que recuerdan la tragedia que comenzó hace cuarenta años: el régimen militar que detuvo y torturó a muchos miles e hizo desaparecer a 50 mil de ellas.
Buenos Aires, una de las ciudades más bellas del mundo, fue también la ciudad del horror hace cuarenta años. Miraba aquellos carteles que recuerdan el horror, las heridas que aún sangran, la justicia que aún espera. Y en medio de los carteles vi a esos dos jóvenes abrazados. No se abrazaban como dos recién casados en la luna de miel, sino como dos novios en el entierro de un familiar muy querido, en lo más duro de una tragedia. La imagen de aquellos dos jóvenes abrazados me pareció un resumen de la realidad argentina: el recuerdo de un dolor que no termina, por un lado, y el amor que pudiera redimirlo por el otro.