Humor

Francisco de Miranda y el secreto de Hamilton

Lo bonito de hacerse independiente es que durante un rato uno se puede hacer la idea de que a partir de ahora la vida será nueva y perfecta. Que todos los problemas han quedado atrás. Así pasa con los hijos que se van de la casa. O con las Trece Colonias cuando se independizaron de Inglaterra. Así pasó con Nueva York que era una de las Trece Colonias originales y con la ciudad que por un ratico (1785-1790) llegó a ser la capital del país (todo un rapto de humildad: luego le dio por ser la capital del mundo). Y uno de los cambios más notorios de Nueva York fue la actitud hacia todo lo que viniera de España, ya fuera los chorizos, el catolicismo o hasta los propios españoles.

Porque hay que recordar que durante la Guerra de Independencia de las Trece Colonias contra Inglaterra tanto Francia como España ayudaron a las colonias rebeldes. No por amor a la libertad: ni el rey francés ni el español tenían intención de liberar sus propias colonias. Era más bien para incomodar a su vieja enemiga, Inglaterra, que para eso son los enemigos. El asunto es que en parte por agradecimiento, en parte porque la constitución de Nueva York de 1777 eliminaba las restricciones contra el culto católico, se consintió que los católicos se asomaran públicamente, celebraran misa y hasta construyeran la iglesia de St. Peter en la calle Barclay.

Entusiasmada, España nombró a un embajador, el banquero vasco Diego de Gardoqui quien durante la guerra había ayudado a enviar fondos y armas a los rebeldes. Gardoqui llegó a Nueva York en 1785 y en su casa en Broadway, cerca de Bowling Green, se celebraron las primeras misas católicas después de la independencia. Misas no clandestinas pero discretas, no fuera ser que la falta de costumbre de los locales los indujera a prenderle fuego al embajador.

Gardoqui debe sentirse muy orondo en las páginas de la Historia por ser pionero en importar a la futura capital del mundo tradiciones como la siesta y comunicarse a grito pelado en español. Pero le tengo malas noticias. Un año antes ya había estado en la ciudad otro hablante del idioma de Cervantes y presunto practicante de la noble institución de la siesta. Me refiero nada menos que a Francisco de Miranda, precursor de la independencia americana, inspirador de Simón Bolívar y gobernante de la primera República de Venezuela.

Miranda, viajero empedernido durante toda su vida, ya llevaba unas cuantas millas acumuladas. Además de su natal Venezuela, conocía España y como militar del ejército español había participado en campañas en Marruecos, Argelia y en el sur de los Estados Unidos en apoyo a la independencia de las Trece Colonias. Su impresión de Nueva York fue muy favorable. “Una tolerancia general en el ramo espiritual forma la base de su gobierno —comenta—, cada uno es dueño de rogar o alabar a Dios en la forma y lenguaje que le dicte su conciencia. No hay religión o secta dominante, todas son buenas e iguales. ¡Así reinase el mismo dogma y principios liberales en lo político!”.

¡Lo que es llegar al lugar adecuado en el momento justo! Si hubiera llegado un ratico antes lo habrían sacado a patadas por venir de la parte equivocada del mundo. Y un par de siglos más tarde, también. Pero Miranda tuvo suerte. Cuando aquello el presidente era Washington. Incluso le regaló ejemplares de El Quijote en español que Washington presumiblemente nunca abrió pero al menos lo agradeció porque en aquellos tiempos regalar un libro —aunque fuese en idioma extraño— no se entendía como una ofensa.

Durante su estancia en Nueva York entre enero y julio de 1784 Miranda conoció a Alexander Hamilton y a Samuel Adams mucho antes de que estos fueran un musical y una cerveza respectivamente. O sea, conoció versiones bastante menos divertidas de ambos. Aun así le cayeron bien. Con Alexander “I’m not throwing away my shot” Hamilton incluso conservó una amistad epistolar durante años. En dicha correspondencia discutían sus planes de liberar América del Sur mientras Miranda viajaba por el mundo y acumulaba experiencias ya fuera conspirando en Inglaterra, peleando como oficial de la Revolución Francesa o conociendo Rusia de la mano de Catalina la Grande.

Miranda acumuló experiencias como futuro precursor de la independencia hispanoamericana por casi treinta años. Si luego las cosas no salieron bien no fue por falta de preparación. Pero antes de su glorioso fracaso final Miranda pasó una vez más por Nueva York. No obstante al arribar, en noviembre de 1804 hacía cuatro meses que su amigo Hamilton había muerto en un duelo contra Aaron Burr llevándose a la tumba el secreto de cómo triunfar… aunque fuese muerto y en Broadway.