Humor

La encrucijada de Diego Rivera

Hubo un tiempo en que la pintura mexicana fue el último grito de la moda. Lo mismo en París que en Londres que entre los pintores al servicio de Hitler o al de Stalin. Sobre todo, si se trataba de pintar obreros musculosos y campesinos robustos. Marchando hacia el futuro. Todos querían imitar los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros con sus resúmenes pintados de El capital de Marx y de las Obras Completas de Lenin.

La historia empezó en 1921, cuando la Revolución Mexicana se pacificó y apenas mataban a algún presidente. A José Vasconcelos lo designaron Secretario de Educación de un país con 90% de analfabetismo. Mientras intentaba alfabetizar a sus compatriotas Vasconcelos decidió explicarles los ideales de la Revolución por medio de imágenes. Ahora habría creado una serie de Netflix, usando los mismos actores de “Narcos: México”. Pero eran otros tiempos. Las imágenes serían fijas y ocuparían las fachadas de edificios públicos, las paredes, interiores, los techos. Comics de la historia mexicana y sus luchas pintados a escala de edificios completos.

Durante años los muralistas tatuaron alegremente cuanta pared le cayó en las manos: de palacios de gobierno, mercados, universidades o conventos convertidos en escuelas. Y los artistas de medio mundo envidiándoles los contratos, las paredes que les daban y la clientela gratuita y democrática. Eso y el estilo personal que le ponían al mismo desfile de personajes históricos y pueblo en general con la boca abierta y los puños crispados.

Pero la felicidad en casa del pobre dura poco. En uno de los frecuentes cambios de gobierno los muralistas quedaron sin contratos. El último que resistió fue Diego Rivera, a quien ahora conocemos como “el marido de Frida Kahlo”, pero también a él se le acabó el favor oficial. Y el extraoficial. Para 1930 Rivera ya había sido expulsado del Partido comunista mexicano y divorciado de Guadalupe Marín. Y casado con Frida. Así que el pintor de obreros furibundos decidió probar suerte en el corazón del capitalismo: Nueva York. Ya por ahí había pasado Orozco quien, como todo el que se muda a la ciudad tuvo que reducirse: de pintar murales que cubrían edificios tuvo que conformarse con lo que le cupiera en el caballete.

Rivera tuvo más suerte. En 1931 inauguró una exposición retrospectiva en el recién creado MoMA con 149 obras y cinco murales transportables. Enseguida le llovieron contratos. Pintó murales en la California School of Fine Arts de San Francisco o en Detroit a mayor gloria de la Ford. Ese último tuvo una cálida recepción: Los cristianos lo acusaron de blasfemo y los comunistas de vendido al capitalismo.

Cuando Rivera recibió el jugoso encargo de pintar un mural para los Rockefeller muchos comentaron que la venta de su alma al Mefistófeles capitalista era un hecho consumado. “El hombre en la encrucijada del universo” representaba a la humanidad ante la disyuntiva del capitalismo o el comunismo. Al colar a Lenin en el mural lo acusaron de hacerle propaganda al comunismo acusación que resultaba un poco redundante: del lado capitalista Rivera había puesto soldados con bayonetas y máscaras anti-gases, policías machacando manifestantes y burgueses jugando a las cartas o bailando tango mientras que el lado comunista lo llenó de obreros entusiastas desfilando con banderas. Quedaba claro: el comunismo era preferible a menos que te gustaran los bayonetazos y los porrazos de la policía. O bailar tango.

A Rivera le aplicaron la “cancel culture” de entonces. Ante la negativa del pintor de borrar a Lenin o cambiarlo por Mickey Mouse el mural fue destruido. El pintor, a quien ya le habían pagado, recogió sus matules y se fue a México. Allí pintó de nuevo el mural, esta vez añadiéndole las figuras de Marx, Engels y Trotsky. Si Stalin lo hubiera agarrado lo habría fusilado. Por incluir a Trotsky, claro. Y por dejar fuera a Stalin, conduciendo al proletariado, bigote en ristre.

¡Qué difícil es quedar bien con la gente!

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Enrique del Risco es licenciado en Historia y doctor en Literatura Latinoamericana. Es profesor de Literatura y Lengua Española en la Universidad de Nueva York. Ha publicado cinco libros de narrativa. “Enrisco” es el pseudónimo con que el escritor publica sus textos de humor, que en las últimas décadas suman ya cuatro libros y cientos de artículos en numerosas publicaciones de Estados Unidos y el mundo hispanohablante. Esta columna es la primera de una serie en la que Enrisco comentará con humor diferentes aspectos de la presencia hispana en Nueva York a través de la historia.