Análisis

La oración del Señor: el Padrenuestro

La promulgación del reino de los cielos constituye el “centro” del Evangelio de San Mateo. Jesús, la “Palabra” de Dios personificada, que existía desde siempre junto al Padre y “era Dios” (cf. Jn 1, 1-2), en cumplimiento de la voluntad del Padre, lo inaugura y, con su obediencia, realiza la redención (cf. LG 3).

Dicha promulgación tiene lugar en el Sermón de la Montaña (Mt cap.5-7) y, en ese contexto, hay que ubicar al Padrenuestro, la oración que Jesús nos enseñó (Mt.6, 9-13), cuya enseñanza, según el Evangelio de Lucas, fue solicitada a Jesús por uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos” (Lc 11,1).

Santo Tomás de Aquino (s.XIII ), al tratar de la oración (cf. S. Th. II-II q. 83), se pregunta “Si las siete peticiones de la Oración del Señor están oportunamente formuladas” y, citando a San Agustín en su Carta a Proba, escribe: “si oramos correcta y justamente, no se nos ocurrirá pedir nada distinto de lo que ya dice la ‘oración dominical’ ” [de Dominus, Señor] —añadiendo— “puesto que la oración es un intérprete de nuestro deseo ante Dios, solo pediremos rectamente lo que rectamente podemos desear”, y culmina: “no solo se piden [en ella] las cosas que rectamente se pueden desear, sino incluso en el orden en que se deben desear” (cf. q83, art 7).

Importante esta relación de la oración con el “deseo”. Orar es desear, con lo que se señala su vinculación con el afecto. Santa Catalina de Siena define la oración como “la infinita eficacia del deseo”.

Pero la oración no es, propiamente, acto del afecto, sino de la razón. Santo Tomás señala así su etimología: “oratio dicitur quasi oris ratio” [la oración es la razón expresada en palabras] y es “petición”, como enseñan San Agustín y San Juan Damasceno: lo que no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas, lo que no podemos “mandar”, lo pedimos a Dios para que Él, con su poder, haga realidad nuestro deseo.

La petición (petitio) es análoga al mandar (imperium), acto de la “prudencia”, virtud intelectual que regula todo el campo moral, y, así, tanto el “pedir” como el “mandar”, al postular un orden: “que se haga esto o lo otro” son evidentemente acto de la razón, de la que es propio el ordenar.

De este modo queda clara la vinculación de la oración tanto con la “razón” como con el afecto (cf. q. 83 art 1). Basta examinar la oración litúrgica para descubrir que, aun en la acción de gracias, siempre esconde una petición.

Pero —recordemos— hemos dicho que el Padrenuestro incluye no solo la petición de lo que se puede desear sino, también, el orden en que se debe desear, es decir, una cierta jerarquía entre las peticiones y, en este sentido, afirma Santo Tomás, que el Señor nos enseñó a pedir primero lo que se refiere al fin y, luego, lo que se refiere a los medios.

Dicho de otro modo pedimos primero la “gloria de Dios” que debe ser la cima de nuestros deseos y, luego, los medios que nos ayudan a dar a Dios la Gloria que le debemos.

Esta lógica y jerarquía rige el sentido y el orden de las siete peticiones del Padrenuestro:

1.- Santificado sea “tu” Nombre;

2.- venga “tu” Reino;

3.- hágase “tu” voluntad.

Todo entre sí estrechamente relacionado atañe a la Gloria que debemos dar a Dios. Recién entonces podemos pasar a los “medios” que nos alcanzan tan noble finalidad:

4.- danos el pan;

5.- perdona nuestras deudas;

6.- no nos dejes caer en la tentación; y

7.- líbranos del mal.

El Padrenuestro comienza con una “invocación”: “Padre”, en realidad “Abba” como llama al Padre Jesús (cf. Gal 4,6; Rom 8,15; 1 Pe 1,17) que significa “papá” y es original de Jesús [nunca un judío se animaría a llamar así a Dios] y refleja el sentimiento de abandono y confianza del niño. Es una fórmula que inspira la espiritualidad de la infancia (Sta Teresa del Niño Jesús). Luego, las tres primeras peticiones cuyo “centro” es el “Reino” y que están entre sí íntimamente relacionadas: pedimos la santificación [o glorificación] del Nombre de Dios, que venga su Reino y que se haga su voluntad.

En el fondo, la voluntad de Dios es que venga el Reino con lo que el hombre será salvado y manifestará, de este modo, la gloria de Dios porque, como enseña San Ireneo: “la gloria de Dios es el hombre viviente”. Pero lo que pedimos es, no que estas cosas acontezcan, porque, estrictamente, dependen de la voluntad y el poder de Dios que la oración no cambia porque Él, de lo contrario, no sería “omnipotente”. El Reino viene y su voluntad se cumple aunque yo no lo quiera. Por consiguiente, pedimos que “nosotros” deseemos y aceptemos estas realidades salvíficas y que todo lo hagamos, como enseña San Ignacio de Loyola, “para mayor gloria de Dios”.

En consecuencia, toda “causalidad” en la oración —si queremos recurrir a un vocabulario metafísico— revierte sobre el orante. Recordemos que Jesús nos dice que no hay que usar muchas palabras como si necesitáramos argumentar ante Dios, porque el Padre “sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan” (Mt 6, 7-8). Somos nosotros los que tenemos necesidad de saber exactamente qué pedimos a Dios.

Habiendo pedido lo que se refiere al fin (Dios-su gloria-su voluntad-su reino) pasamos a los medios y pedimos primero el “pan” pero el pan “nuestro”. Dejamos, así, el “tu” para pasar al “nosotros” retomando el “nuestro” de la invocación. En su comentario al Padrenuestro San Cipriano afirma que “nuestra oración es pública y común”, porque el Señor quiso que orásemos unos por otros. ¿Qué pan pedimos?: desde luego el de la Eucaristía que anticipa la vida eterna, pero también el pan material, el indispensable para otro trecho de vida temporal y que resume todo lo que necesitamos para la vida.

Pero pedimos el de “hoy”, no el de mañana, lo que nos abre a la providencia y nos mueve a la austeridad. Luego pedimos “perdónanos nuestras deudas”, nuestros pecados, como nosotros también perdonamos (cf. Mt 18,22-35). Es un vocabulario legal, que hoy no gusta, pero que Jesús usa mucho, y también la liturgia.

Recordemos el Exsultet que cantamos la noche de Pascua: “Porque Él (Cristo) pagó por nosotros la deuda de Adán”. Más allá de nuestros pecados, siempre estamos en deuda con Dios porque nunca podremos pagar en proporción a lo recibido la elección, el llamado, la predestinación, la justificación, la glorificación (cf. Rom 8,30).

Quedan, así, las dos últimas peticiones: la primera “no nos dejes caer en la tentación”. Pero ¡atención! No pedimos no tener tentaciones, sino no caer en un punto donde ya no podamos resistir; y no a cualquier tentación sino, ante todo, a la de las tribulaciones que precederán al fin del mundo que Marcos describe en su Evangelio (cf. Mc 13,5-23), especialmente de los “falsos mesías y falsos profetas” (v.22).

En una palabra, de los que presentarán al Reino como futilidad y no, como lo que es, la soberanía y el poder de Dios en acto de ejercerse: la salvación. Por lo mismo la “tentación” se dirige a la fe y a la esperanza.

La última petición es “líbranos del mal” —o del “malo” (Demonio)— que quiere obstaculizar el plan de Dios sobre nosotros y sobre la Iglesia. También, desde luego, pedimos “líbranos Señor de todos los males” (cf. Misal Romano, Embolismo).

Vemos, así, como señala adecuadamente el Catecismo, que “la oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano, or. 1). (n.2761).

MONS. ZECCA es Arzobispo emérito de Tucumán, Argentina, y Arzobispo titular de Bolsena.