Opinión

La Resurrección de Cristo y el orden temporal

Por E. Martelli

Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios (San Agustín, La Ciudad de Dios, libro XIV, cap. 28)

 La Iglesia Católica continúa celebrando por 50 días la Resurrección del Señor, un evento que es, como debemos siempre recordar, de carácter histórico, por haber efectiva y verdaderamente sucedido dentro del tiempo de este mundo, pero que a su vez es también de carácter meta-histórico, es decir que trasciende la historia del cosmos, elevándose por encima de lo temporal.

Este evento, histórico y meta histórico, divide a los hombres en dos categorías, y en definitiva crea dos tipos de sociedades absolutamente diferentes, opuestas y contrarias entre sí,  tal y como lo afirma el gran San Agustín: “Siendo tantos y tan grandes los pueblos diseminados por todo el orbe de la tierra… no forman más que dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, conformándonos con nuestras Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que quieren vivir según la carne, y otra la de los que quieren vivir según el espíritu”. (San Agustín, La Ciudad de Dios, libro XIV, cap. I. BAC, 1958, pág. 921).

La sociedad de los hombres que cree en la Resurrección y quiere vivir, subordinando lo temporal a lo eterno, poniendo en práctica no solo en sus vidas privadas sino en la sociedad civil las palabras del apóstol san Pablo: “si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra”. (Col. 3, 1-2).

Y otra sociedad distinta, según la carne dirá san Agustín, dónde lo único importante es el tiempo presente, y dónde el hombre es la medida de todo. Ciudad terrena que acaba siendo ciudad del hombre y como ha denunciado el padre Meinvielle, acabará por convertirse en una “Satanocracia”.

La sociedad de aquellos hombres según el espíritu, siguiendo la senda trazada por San Agustín, está conformada por la verdad de la resurrección como piedra de toque. En efecto, es la Resurrección verdadera de Nuestro Salvador y Señor Jesucristo, la que ha fundamentado la fe de la Iglesia desde hace 2000 años, llevando los hombres a un heroísmo inaudito, haciendo que lo temporal sea subordinado a lo eterno y que, por lo tanto, en el orden social, la política, la economía, la producción y en definitiva toda la vida de los pueblos estuviese dirigida al bien eterno de los hombres rescatados por Jesucristo. La Cristiandad no fue otra cosa que el efecto de la Resurrección del Salvador en el orden social; fue vivir en este tiempo sin perder de vista la eternidad dónde Cristo Resucitado está sentado a la diestra de Dios, llamado último de todo hombre qué viene a este mundo.

Esta simple doctrina, informaba las leyes y costumbres sociales que regían el orden temporal y la convivencia humana, pero que al mismo tiempo no podían alentar y mucho menos atentar contra la eternidad a la que el hombre es llamado. Está fue la Cristiandad, obra de la fe de los pueblos que aceptaron la predicación de la resurrección del Señor, y la que de forma insuperable ha sido descripta por el Sumo Pontífice León XIII en la Immortale Dei: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones” (Immortale Dei, 9).

Pero si sé reniega de la Iglesia y de la resurrección que esta predica, necesariamente se produce un impacto en el orden temporal. Aquí se encuentra el diagnóstico de la enfermedad de nuestras sociedades modernas: al haber renegado de la Resurrección del Salvador, el hombre moderno ha quedado como encerrado y preso en la inmanencia de este mundo temporal, ya no puede ni quiere mirar hacia arriba “dónde está Cristo sentado a la diestra de Dios” y en consecuencia ya no puede aspirar a las cosas de arriba, sino solo a las de la tierra. Solo le queda construir una ciudad terrena, un orden temporal que no será según el “espíritu”, dirigido a la vida eterna para la que fue creado, sino que será según la carne, y, en consecuencia, una sociedad qué exalta la “cultura de la muerte” y del “descarte” como ha denunciado el actual pontífice, el Papa Francisco.

La fiesta de la Resurrección nos recuerda a los cristianos que lo temporal ha de sujetarse a lo eterno, que el cristiano no puede quedarse al margen de la realidad temporal, pues esta debe ser iluminada a la luz de la eternidad. Que es “de interés público que los católicos colaboren acertadamente en la administración municipal, procurando y logrando sobre todo que se atienda a la instrucción pública de la juventud en lo referente a la religión y a las buenas costumbres, como conviene a personas cristianas: de esta enseñanza depende en gran manera el bien público de cada ciudad” (León XIII).

Desgraciadamente, si los católicos sé reniegan, como está sucediendo, a iluminar el orden social y público con la doctrina del Salvador, sucede lo que ya denunciaba León XIII en la Immortale Dei: “De lo contrario, si se abstienen políticamente, los asuntos políticos caerán en manos de personas cuya manera de pensar puede ofrecer escasas esperanzas de salvación para el Estado. Situación que redundaría también en no pequeño daño de la religión cristiana. Podrían entonces mucho los enemigos de la Iglesia y podrían muy poco sus amigos. Queda, por tanto, bien claro que los católicos tienen motivos justos para intervenir en la vida política de los pueblos”.

La fiesta de la Resurrección debe mover al cristiano a luchar por construir la Ciudad de Dios y a poner en práctica las sabias palabras de León XII: “No acuden ni deben acudir a la vida política para aprobar lo que actualmente puede haber de censurable en las instituciones políticas del Estado, sino para hacer que estas mismas instituciones se pongan, en lo posible, al servicio sincero y verdadero del bien público, procurando infundir en todas las venas del Estado, como savia y sangre vigorosa, la eficaz influencia de la religión católica”.