Crecí en Manhattan, rodeado de una familia católica y vecinos católicos que asistían a la escuela católica del área y a la iglesia católica de la esquina. No tenía amigos que no fueran católicos. Los únicos judíos que conocía eran los médicos y los caseros de mi familia, que eran propietarios de la mueblería enfrente de nuestro edificio.
Los Bernstein eran una pareja mayor encantadora. Nos adoraban, recuerdo que nos regalaban dulces y jugueticos de su tienda. Un día que pasé por la mueblería, la Sra. Bernstein notó mi mirada de asombro al ver un extraño tatuaje, como una secuencia de números, en el antebrazo de su marido.
Él no dijo nada; ella añadió muy poco. Con una simple sonrisa, como acostumbra a hacer la gente mayor, me dijo: “Algún día entenderás”, y luego agregó, mirándome fijamente: “Nunca olvides lo que has visto”. Nunca lo he olvidado.
Años más tarde, comencé a conocer judíos en trabajos por los que pasé y alguna que otra amistad. Había una sinagoga al final de la calle, pero nunca había entrado.
De donde yo vengo, no acostumbramos a hacer eso. No fue hasta que visité Roma que entré por primera vez a una sinagoga, la Gran Sinagoga de Roma (Tempio Maggiore di Roma).
El papa Juan Pablo II la visitó en abril de 1986 —fue el primer Papa en entrar a la sinagoga. En ese momento yo estudiaba en Roma y animado por la iniciativa de Su Santidad, la visité el fin de semana siguiente.
Ese semestre de otoño comencé un período como guía turístico para peregrinos de habla inglesa en Roma al gueto judío romano, después de haber sido capacitado por el Servicio de Información y Documentación Judeo-Cristiana (SIDIC, por sus siglas en francés) de la comunidad de las Hermanas de Sion.
Este fue el inicio de mi larga búsqueda por saber más sobre “nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe”, como acuñara la honorable expresión de San Juan Pablo II. Al año siguiente visité Tierra Santa, como parte de un viaje de estudios bíblicos académicos.
Todo esto enriquecería mi acervo de información para mi trabajo y ministerio al regresar a la Diócesis de Brooklyn como sacerdote con un título en estudios ecuménicos e interreligiosos.
Aquí, en la Diócesis de Brooklyn, existe un diálogo católico-judío sumamente respetado y muy apreciado, en el que líderes de ambas tradiciones religiosas se reúnen como aliados de pensamiento para discutir antecedentes y opiniones teológicas y sociales críticas.
Probablemente usted sepa que cada Cuaresma, se envían Pautas de predicación a los sacerdotes y diáconos de la Iglesia Católica Romana de todo el mundo para ayudarnos a recordar la necesidad de sensibilidad a las lecturas del Evangelio de San Juan que son tan frecuentes en el Leccionario antes de Semana Santa.
Durante mucho tiempo, estos textos han sido mal interpretados, mal interpretados y, lamentablemente, a veces mal representados.
Sabemos que desde la época medieval (comenzando en el siglo IV) pasando por la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, el antisemitismo ha sido un capítulo aborrecible en la historia de la humanidad.
Se han escrito tomos sobre las crueldades de la Iglesia contra el pueblo judío. La realidad de la ‘shoah’ (holocausto) nos ha quedado más clara en los estudios definitivos de historia y sociología.
Nunca he olvidado el tatuaje del señor Bernstein; nadie debería olvidarlo. En los últimos tiempos, el antisemitismo se ha puesto de manifiesto en los medios de prensa y online. Las teorías de la conspiración y las señales de antijudaísmo están a nuestro alrededor.
Corremos el riesgo de estar tan saturados que apenas nos damos cuenta de que estas horribles palabras ya son parte de nuestro pensamiento y oración. A medida que nos adentramos más profundamente en el tiempo cuaresmal, tenemos la oportunidad de examinar nuestra conciencia y nuestro entendimiento.
A veces es muy fácil —e incluso conveniente— echarle la culpa al “otro” por algo que no entendemos o no comprendemos. Se utilizan tácticas de miedo y victimización para fomentar el odio y el rencor.
Durante siglos, los judíos fueron llamados “los asesinos de Cristo”. Biblistas y teólogos han trabajado para erradicar esta falsa afirmación de los descendientes del pueblo de Jesús. En una época de opresión y ocupación, sabemos que fueron los gobernadores romanos quienes controlaron la situación y las circunstancias en torno a la muerte de Jesús. Y reinaba el miedo.
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¿Por qué incluso ahora escuchamos que los culpables del COVID-19 son los judíos? Esta retórica de culpa y odio se ha escuchado en nuestra ciudad, en nuestras propias parroquias. Y nosotros debemos ponerle fin.
Tal vez podríamos valernos de las palabras recientemente publicadas por la Conferencia Episcopal Francesa (CEF) como derrotero y tema de reflexión:
“Recordemos que Jesús, el mismo “Verbo de Dios”, rezó los Salmos, leyó la Ley y los profetas. En el corazón mismo de nuestras acciones litúrgicas y de nuestra oración personal, al recibir y proclamar los textos del Antiguo Testamento, con el apóstol Pablo, recordamos que “irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Rom 11, 29). Si la fe en Jesús nos distingue y nos separa, también nos obliga, en memoria de las horas terriblemente oscuras de la historia y teniendo en cuenta a las víctimas de la Shoah y los asesinatos antisemitas de las últimas décadas, a reconocer esto: corregir el antisemitismo y el antijudaísmo es la base esencial de la verdadera hermandad a escala universal. Esta ‘terapia’ es un camino exigente en el que todos los humanos debemos ayudarnos unos a otros. Comienza con la ‘resistencia espiritual al antisemitismo’”.
—Conferencia Episcopal Francesa, 1 de febrero de 2021 (traducción no oficial) Durante siglos, las personas de buena fe se han reunido para aliviar el sufrimiento comunitario.
Es hora de que continuemos esta benévola misión de hablar con nuestros vecinos. Conjuntamente con los Rabinos, el clero y los religiosos católicos han estado al frente de la conversación para crear un diálogo de amor.
Pero el diálogo necesita aliados, vecinos, amigos. El papa Francisco, en su reciente encíclica “Fratelli Tutti”, exhorta a todas las personas a este diálogo de amor. Nunca olvides.
El padre Lynch es Vicario para Asuntos Ecuménicos e Interreligiosos de la Diócesis de Brooklyn, y párroco de Our Lady of the Cenacle, en Richmond Hill, Queens.