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Desde la época en que jugaba detrás del plato en el Bronx, el legendario receptor de los Yankees, Yogi Berra, se hizo famoso por su curiosa manera de decir las cosas. Esa leyenda ‘literaria’ fue creciendo durante sus años de manager y luego en su largo retiro. Tan famosos se hicieron sus dichos, que varias colecciones de ‘yogismos’ han aparecido en forma de libro.
Por supuesto, con el tiempo la gente comenzó a achacarle disparates que Yogi no había dicho. Eso lo llevó a aclarar alguna vez: “Realmente yo no he dicho todas las cosas que dije”, añadiendo así otra perla a su cuantiosa colección.
Mi ‘yogismo’ preferido es probablemente apócrifo, según las fuentes más informadas. Se cuenta que un día, hablando de un restaurante, Yogi dijo: “Ya nadie va allí porque siempre está repleto”. Es una frase —aunque involuntaria— extremadamente sabia y reveladora. Imagino que lo que Yogi quiso decir fue que él y sus amigos que antes eran asiduos a este restaurante, cuando se hizo tan popular que siempre estaba lleno, dejaron de frecuentarlo.
En cierto sentido, todos somos como Yogi Berra. Cuando decimos palabras como “nadie” o “todo el mundo”, en realidad queremos decir “ninguno de mis conocidos” o “todos mis conocidos”. Vivimos en nuestro pequeño mundo y sabemos que hay un mundo mucho más “grande y ajeno” más allá de las paredes de nuestras casas y oficinas, pero en la práctica nos olvidamos de ese detalle y basamos nuestras opiniones sobre el universo a partir de la limitada muestra que nos brindan nuestras experiencias personales.
Cuando Richard Nixon resultó electo por una arrasadora mayoría en las elecciones de 1972, Pauline Kael, la famosa crítica de cine de la revista New Yorker, comentó: “Conozco a una sola persona que votó por Nixon. No tengo ni idea de dónde están sus simpatizantes”. Nixon había ganado el 60.7% del voto popular y se había llevado el triunfo en 49 de los 50 estados de la Unión. De modo que sus partidarios estaban en todas partes, aunque Pauline Kael no los conociera.
Una de las funciones de los medios de comunicación es ponernos en contacto con esa realidad que se agazapa tímida más allá de los límites de nuestra vida cotidiana. Se supone que los medios nos muestren a esas personas que votan por los candidatos que nosotros detestamos. En un mundo ideal, los medios de comunicación deberían también ayudarnos a entender por qué esos votantes prefieren a los candidatos que apoyan.
Cuando uno lee un periódico de otro país o de otra época, por ejemplo, es generalmente para saber qué temas dominaron los titulares, de qué estaba hablando la gente en la calle en tal país o tal fecha. Recuerdo que hace 21 años, cuando Juan Pablo II visitó Cuba, me fui a un estanquillo de prensa que había en Midtown en esa época donde vendían periódicos de todo el mundo. Compré ediciones de varios países para ver cómo habían reflejado una noticia que me tocaba de cerca y cuyos detalles conocía al dedillo. Hoy en día no hace falta ir al quiosco de Midtown, basta con unos clics del ratón de la computadora, ¿verdad? Bueno, habría que ver. Cuando visitas el sitio web de un periódico europeo, el navegador de internet automáticamente redirecciona a la portada de la “edición para Estados Unidos” del periódico en cuestión. Y ahí te muestran todas las noticias que los editores de la “edición estadounidense” imaginan que quieres leer. Pero eso hace más difícil de encontrar lo que quizás tú quieres ver cuando entras al sitio de The Guardian de Inglaterra o de El País de España: lo que la gente en Londres y en Madrid está comentando ese día.
Lo mismo sucede con Facebook u otros medios sociales: nos ofrecen —casi exclusivamente— las noticias que eligió para cada uno de nosotros un algoritmo que pretende ser nuestro amigo. Y vemos las opiniones de gente que en su mayoría piensa como uno. Y así nuestro mundo se vuelve más pequeño y aislado que nunca.
Lo mismo sucedió años antes, pero a una escala mayor, con la televisión. La época de Walter Cronkite, “el hombre más confiable en Estados Unidos”, ya es un vago recuerdo. El locutor que condujera por décadas el telediario de CBS es hoy una figura mítica y lejana. Eso no significa que quienes leen las noticias hoy sean necesariamente personas menos honorables que el viejo Cronkite, lo que pasa es que trabajan con un objetivo diferente. La meta de Cronkite era atraer a todo el público de los Estados Unidos y no ofender a casi nadie. Era la época en que en este país existían solo tres cadenas naciones que se disputaban las preferencias del gran público. Con la llegada de la televisión por cable, la audiencia televisiva de Estados Unidos comenzó a dividirse en segmentos cada vez más específicos. Y cada uno de esos segmentos tuvo al fin su propio canal por cable. Los noticieros de la televisión por cable nos empaquetan y regalan la versión de la realidad que los miembros de cada tribu prefieren ver. Se dedican a manipular la realidad para adaptarla a nuestras manías, supersticiones y prejuicios particulares.
Vivimos en un mundo cada más hecho a nuestra medida por los peritos en mercadeo. Y resulta ser un mundo cada vez más pequeño y encerrado en sí mismo. Hoy en día todos vivimos en la versión que Yogi Berra retrató en su frase. De veras llegamos a pensar que “nadie va allí ahora porque siempre está repleto” y ni nos damos cuenta de la contradicción que la frase supone. Y seguimos sin percatarnos de que el noventa por ciento del juego de la vida, como decía Yogi del béisbol, es cincuenta por ciento mental; y que tenemos que abrir las ventanas de la mente si de veras queremos entender el mundo que queda más allá de nuestras narices.