He pasado horas, días, semanas, al lado de mi madre de 95 años. Su cuerpo, muy frágil, se mueve lentamente, pasito a pasito. En sus ojos se lee una tristeza infinita, como si quisiera llorar mucho; sin embargo, las lágrimas ya no brotan, ni aún frente a la muerte de dos hijos a los que con mano frágil les dio su bendición antes de morir.
El sufrimiento en su vida ha rebosado los límites de lo que la naturaleza humana es capaz de resistir. Su mente no ha envejecido, sigue muy lúcida y tiene dificultad en aceptar que ya no puede hacer lo que hacía antes. Aún conserva la máquina de coser frente a ella, convencida de que mañana se sentirá mejor y podrá gozar de este quehacer que le gustaba tanto.
Sentadita en su silla reclinable, lo observa todo y escucha a todos con atención. Se alegra con las visitas, pero habla muy poco. ¿Qué piensas, mamita?, le pregunto. “Me doy cuenta de todo, hija;
pero prefiero permanecer en silencio”. Ese silencio interior es acentuado por el exterior. Después de tener una familia de catorce hermanos, de criar once hijos, dos hermanas, una sobrina, dos niñas huérfanas, 36 nietos; 49 bisnietos y tres tataranietos, el silencio de la ausencia grita. Todos,
excepto, mi hermano menor, que decidió quedarse con ella, hemos alzado el vuelo en búsqueda de nuestros sueños.
La soledad de mi madre es la realidad de los ancianos del día de hoy. Los psicólogos especializados en el tema sostienen dos causas principales que explican su aislamiento y soledad: el concepto capitalista de la sociedad, según el cual, “lo que no sirve se tira” y el aspecto individualista de las sociedades contemporáneas que enfatiza los propios logros e intereses y no el bien común.
La Biblia no trata específicamente el tema de la soledad, pero hace énfasis en la necesidad de tener comunión con Dios y con los otros. Menciona a personajes que sintieron soledad, como Moisés, Job, Nehemías, Elías, Jeremías, David, Pablo y Jesús. En el Salmo 25,16, David clama: “Mírame y ten misericordia de mí porque estoy solo y afligido”. Pablo, estando en la cárcel, le suplica a su amado amigo Timoteo: “Procura venir pronto a verme” (2 Tim 4,9-11).
La Biblia deja constancia de la unidad de Dios con los ancianos. En la zarza ardiente, Dios se presenta ante Moisés diciéndole: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3,6). El Salmo 44,1 afirma: “Nuestros antepasados nos contaron la obra que realizaste en sus días, en los tiempos antiguos”.
La Carta a los Hebreos 13,7 nos dice: “Acuérdense de quienes los dirigían, porque ellos les anunciaron la Palabra de Dios: consideren cómo terminó su vida e imiten su fe”. Al papa Francisco le preocupa que en la sociedad actual los ancianos no cuentan, son descartados, molestan. “Ellos son los que nos traen la historia, nos traen la doctrina, nos traen la fe y nos la dejan en herencia. Son los que, como el buen vino envejecido, tienen esa fuerza dentro para darnos una herencia noble”. Hablando de su propia experiencia se refiere con cariño y gratitud a su abuela Rosa, quien tuvo una gran influencia de fe en él. Por eso dice con convicción: “los abuelos son un tesoro y aquel pueblo que no los respeta es un pueblo sin memoria y por tanto sin futuro”. Ha añadido que “nos hará bien pensar en tantos ancianos y ancianas, los que están en los asilos y los tantos —es fea la palabra, pero digámosla— abandonados por los suyos. La vejez muchas veces es un poco fea por las enfermedades que trae y todo eso, pero la sabiduría que tienen nuestros abuelos es la herencia que nosotros debemos recibir”.
Las palabras del papa Francisco refiriéndose a su abuela Rosa las aplico a mi madre: “Es una santa que ha sufrido mucho, pero siempre ha salido adelante con valentía”. Con ella, repito el Salmo 71,9: “No me deseches en el tiempo de la vejez; no me desampares cuando mi fuerza se acabe. Aún en la vejez y en las canas, no me desampares, oh Dios, hasta que proclame a la posteridad las proezas de tu brazo, tu poderío a todos los que han de venir”.