Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Recientemente celebramos la Fiesta de la Santísima Trinidad, uno de los misterios centrales de nuestra fe cristiana. La Trinidad es una doctrina que nos fue revelada por el mismo Jesús, cuando nos habla en el Nuevo Testamento. Jesús nos dice que Él y el Padre son uno, y que cuando deje este mundo enviará el Paráclito, el Espíritu Santo, para que nos acompañe por toda la eternidad. Aunque Jesús nunca menciona la palabra Trinidad, la Iglesia ha aplicado esa palabra a la unión de Padre, Hijo y Espíritu Santo: un Dios en tres personas. Debido a que este es un misterio profundo, todas las explicaciones humanas se quedan cortas. Como humanos, sin embargo, debemos tratar de entender quién es Dios para nosotros; a esto se dedica la teología. Aunque los teólogos también pueden fallar intentando explicar el misterio de Dios en términos humanos, la Trinidad ha sido entendida por la Iglesia desde el principio.
Los dos primeros concilios de la Iglesia —el Concilio de Nicea, del año 325 DC, y el Concilio de Constantinopla, del 318 DC—, nos legaron las formulaciones que recitamos en el Credo cada domingo. Quizás nunca reflexionamos sobre lo que realmente decimos. Finalmente, en 1438, la tradición latina del Credo nos enseña que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, lo que fue un problema ya que la Iglesia Oriental lo entendía de otra manera. El misterio de la Trinidad en el razonamiento humano nos ha ayudado a comprender al Dios que adoramos como tres personas en un solo Dios. Lo más importante es que entendemos que verdaderamente Dios es una relación. Dios quiere tener una relación con el hombre. En consecuencia, nuestras relaciones en este mundo son importantes porque, de hecho, todas reflejan de algún modo esa relación en la Deidad misma.
La Trinidad ha sido explicada de muchas formas. En cierto sentido, podemos representarnos a la Trinidad como una familia. Hay un padre y un hijo, y en consecuencia debe haber, en términos humanos, una madre: el Espíritu Santo.
Me gustaría contarles cual es la explicación de la Trinidad de una niña pequeña que me impresionó mucho. Ella formaba parte de un grupo que se estaba preparando para la Primera Comunión y el sacerdote entró para hacerles algunas preguntas. Una de ellas fue: “¿Quién sabe hacer la señal de la cruz?”. Esta niña en la primera fila levanta la mano desesperadamente, por lo que el cura le pide que haga la señal de la cruz. Y ella comenzó: “En el nombre del Padre, del Hijo y de la Madre”. Esta niña tuvo de veras una visión teológica y su lógica es acertada, porque el Espíritu Santo representa el amor de Dios que unió al Padre y el Hijo. Esta es la cualidad femenina de un Dios que está más allá de la razón y la comprensión humanas.
Dios Padre ha sido nombrado por el mismo Jesús como Creador, aquel que trajo el mundo a su existencia. Es Jesús quien viene al mundo para redimirnos; redimirnos del pecado que rompió la relación original entre Dios y el hombre. Es el Espíritu Santo quien continúa santificándonos, ya que Él es la presencia de Dios en el mundo de hoy. Como pueden ver, seguimos usando pronombres que denotan masculino y femenino. No podemos hacerlo de otro modo, ya que como humanos reconocemos que nuestras categorías limitadas no nos permiten interpretar completamente este profundo misterio.
Una de las palabras para describir la relación entre el Padre y el Hijo es que son consustanciales. La palabra se atribuye a la filosofía griega. Fueron los filósofos griegos quienes entendieron la realidad en términos de sustancia y accidentes. Cuando el presente texto de la Misa fue cambiado hace varios años, hubo una discusión sobre la inserción de la palabra consustancial, con su gran significado histórico, y la eliminación de las palabras “uno en el ser”. Los teólogos entre los obispos ganaron con esta palabra. Por eso usamos la palabra consustancial, añadiéndola a la naturaleza misteriosa de la Trinidad misma.
San Agustín, una de las mentes más grandes de la Iglesia, caminaba por la orilla del mar y se encontró con un niño que había cavado un hoyo en la arena. El niño tenía un balde y corría de ida y vuelta al mar a buscar agua y echarla en el agujero. San Agustín le preguntó qué estaba haciendo, y el chico respondió que estaba llenando el agujero con el océano. Cuando San Agustín lo reprendió diciéndole que eso era algo imposible, el niño, que en realidad era un ángel, le respondió que también era imposible que San Agustín llegara a comprender el misterio de la Iglesia.
San Agustín nos deja con una reflexión que es importante cuando dice: “El Espíritu Santo procede del Padre como el principio primordial y, por el regalo eterno de este al Hijo, de la comunión de ambos, el Padre y el Hijo. “(San Agustín, DeTrin 15, 26, 47: PL 45, 1095) Esto quizás no es tan fácil de entender. Sin embargo, se nos recuerda que el Espíritu es verdaderamente el regalo que Dios nos hace. Es la fuerza vinculante de la comunión entre el Padre y el Hijo, y es la presencia de Dios en el mundo de hoy que nos permite tener contacto con la Divinidad en nuestra humanidad.
Quizás para este domingo de la Trinidad podamos entender mejor nuestras propias relaciones humanas a nivel familiar, tratando de emular a la Trinidad con un vínculo profundo entre las personas a través de las que Dios se manifiesta en nosotros. El amor en la Trinidad forma un vínculo más allá de nuestra comprensión. Por lo tanto, pudiera ser que mientras nos entregamos y aprendemos de las personas cercanas, seamos una mejor reflejo de la Trinidad en nuestra vida diaria.
La comprensión de cada misterio depende de remar mar adentro y sumergirnos en aguas profundas. Intentamos comprender mejor nuestra relación con Dios y con los demás. Y debemos intentarlo, sin sentirnos desanimados, porque nuestros propios esfuerzos son de alguna manera nuestra recompensa. Este domingo, mientras rezamos el Credo, quizás podamos meditar sobre el misterio de la formulación en la Iglesia de las palabras que usamos para alabar a nuestro Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.