Crónicas

Las manos en la Biblia: nuestras manos y la pandemia

Ante el temor de enfermarnos con el coronavirus y la ansiedad provocada por esto, mientras me lavo las manos veinte o más veces al día, me he inspirado en el versículo de Isaías 41, 10. “No temas, pues yo estoy contigo; no mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios; yo te he dado fuerzas, he sido tu auxilio, y con mi diestra victoriosa te he sostenido”.

Y como el tiempo recomendado son veinte segundos empiezo cantando el corito:  “Alabaré, alabaré, alabaré, alabaré a mi Señor”, y luego continúo: “Que Tu Mano me sostenga, Señor, en medio del temor. Que mis manos, Señor, sean instrumento de sanación y no de perdición; que las manos de los médicos, enfermeras y cuidadores de la salud sean transmisoras de sanación y paz; que las manos de los científicos encuentren la cura para este mal; que mis manos, Señor, sean el altar santo donde vienes a reposar al recibir la Santa Eucaristía; ¡que estas manos, Señor, sean tocadas por las tuyas!”

La famosa pintura de Miguel Ángel hace precisamente esto. La Mano de Dios busca la mano de Adán para tocarla. Representa ese gran momento cuando Dios le da vida al primer hombre, es decir, a la humanidad. La Mano de Dios es la generadora de todas las cosas.

En la antigüedad las manos se lavaban derramando agua sobre ellas en vez de sumergirlas. El agua sucia caía en un recipiente lleno de agua. (2 Reyes 3,11). La Ley prescribía a los sacerdotes que se lavaran las manos y los pies antes de entrar en la tienda (Ex 30;18-21). Si se encontraba muerta a una persona y se desconocía el asesino, los ancianos llevaban una ternerita  a un torrencial de agua y le quebraban la cerviz. Los ancianos se lavaban las manos sobre ella como prueba de que no eran culpables del asesinato. Una persona quedaba inmunda si tocaba alguien con flujo de sangre y no se lavaba las manos (Lev 15:11).  David habló de lavarse las manos para tenerlas moralmente limpias para adorar a Dios delante del Altar (1 Samuel 26,6). Pilato se lavó las manos delante del pueblo para limpiarse de toda culpabilidad (Mateo 27,24). Los escribas y fariseos del siglo I daban gran importancia al acto de lavarse las manos, y criticaban a los discípulos de Jesús si no lo hacían.  El lavarse las manos, más allá de la higiene, era y es un ritual ceremonioso (Mc 7:2-5; Mt 15:2). El sacerdote se lava las manos en la Santa Misa diciendo: “Lávame Señor de todos mis delitos y purifícame de todos mis pecados”.

El tocar al otro con las manos ha sido esencial en todos los tiempos. En el Antiguo Testamento se impartía bendición y autoridad a través de la imposición de manos. En el Nuevo Testamento, Jesús usó sus manos como signo de misericordia, perdón, sanación, salvación e institución de la Eucaristía. Los apóstoles las emplearon para comunicar el don del Espíritu Santo. La Iglesia las usa en la administración de los sacramentos. Las manos sacerdotales nos dan a Cristo. En retiros y otras ocasiones, se usa la imposición de manos como un gesto de amor pidiéndole al Espíritu Santo que lleve a las personas a experimentar el amor de Dios en sus vidas.  Las madres bendecimos con ellas a nuestros hijos.

En tiempos del coronavirus no es recomendable tocar a otros, ni siquiera nuestros rostros. Hacemos hablar a nuestras manos. Podemos levantarlas y ondearlas al otro mientras lo saludamos. Podemos juntarlas y hacer una profunda venia. Podemos levantarlas a Dios y pedirle clemencia.

Las manos son también fuente de maldad y perdición. Que tus manos, mis manos, sean fuente de amor y bendición.  Hoy, en tiempos del coronavirus, hagamos como nos recomienda  la Palabra: “Levantemos nuestros corazones con las manos a Dios en los cielos” (Lamentaciones 3:41). Venzamos nuestros miedos teniendo la certeza de que Dios nos lleva de Su Mano. “Desde lo alto su mano me tomó, y me rescató de las aguas profundas” (Salmo 18,17).