El límite del espanto es la costumbre. El diccionario de la Real Academia define el espanto como “Terror, asombro, consternación”. El asombro está en el centro mismo de la definición. El espanto supone lo inaudito, lo “nunca oído”, lo extraordinario. Es difícil espantarse de algo que sucede frecuentemente.
Cuando escuchamos de la más reciente masacre en una escuela secundaria de Parkland, Florida, ¿sentimos espanto? ¿O más bien pensamos, “otra matanza más”?
Ya conocemos de memoria el ritual: las primeras noticias en que se habla de “varios muertos”, seguidas luego por una exclusiva con la identidad del asesino… Luego vemos las fotos de los padres ansiosos tras el cordón policial… a eso le siguen las velas, las flores y los ositos de peluche junto a la cerca de la escuela, los mensajes… Por supuesto, también estarán las declaraciones de los políticos: de un lado ofreciendo oraciones y pensamientos, de otro urgiendo a tomar medidas urgentes para evitar tragedias como la sucedida.
Nos sabemos la historia de memoria. Es difícil llamar ‘espanto’ a lo que se ha vuelto tan conocido y cotidiano. Quizás de lo único que podamos espantarnos ya sea de nuestra falta de sorpresa. ¿Hay algo que hacer ante esta expresión extrema del mal? Es curioso que los defensores más apasionados del derecho a la tenencia de armas, muchas veces conservadores y propensos a expresar su patriotismo con pasión, ante cada matanza digan que ninguna ley que se apruebe podrá impedir la próxima matanza. Uno pensaría que decir que no se puede hacer nada es una actitud poco americana.
¿No son generalmente los conservadores enemigos acérrimos de la delincuencia?
¿No son ellos los que están siempre a favor de leyes más duras y condenas más largas contra los que violan la ley? ¿No son ellos los que ante los crímenes cometidos por indocumentados reclaman mayores controles de frontera y extradiciones más expeditas?
Por otra parte, los grupos que proponen con más pasión la restricción del acceso a las armas son del bando liberal, en el sentido estadounidense del término. Pero, ¿no acabamos de tener un presidente demócrata por ocho años, que al principio de su mandato gozaba de la mayoría en la Cámara y el Senado? ¿Qué hicieron los partidarios de restringir el acceso a las armas entonces?
Según un informe de NBC, en 2016, las ventas anuales de armas de fuego en Estados Unidos ascendieron a 13.500 millones de dólares. Esa industria, que genera más de mil millones de dólares en ventas cada mes, tiene una influencia proporcional a sus ingresos. Y esa influencia muchas veces está detrás de la pasión con que ciertos políticos defienden a ultranza los derechos garantizados por la Segunda Enmienda. Y esa influencia está también detrás de la falta de entusiasmo que demuestran muchos políticos partidarios de restringir el acceso a las armas cuando en el Congreso y el Senado llegalahoradeaprobarleyesqueimpongan controles efectivos sobre las mismas.
La Segunda Enmienda no es un accidente fortuito, sino un componente de la historia y la cultura americanas. Más allá de la influencia de los fabricantes de armas de fuego y los ejecutivos de la NRA, hay una parte significativa de la población para la cual la tenencia de armas es un derecho importante y una parte integral de su cultura. Pero es ilógico pensar que cualquier restricción al acceso y la tenencia de armas es un ataque a la Segunda Enmienda.
Estados Unidos sufre una cantidad de muertes causadas por armas de fuego que no tiene paralelo en el mundo desarrollado. Es curioso que algunos defensores de la Segunda Enmienda aduzcan como atenuante el hecho de que dos terceras partes de esas muertes son suicidios y no homicidios. ¿No debería ser esa una razón aun más poderosa para regular el acceso a las armas?
Estados Unidos tiene una tasa de muertes por armas de fuego diez veces superior a Alemania y cincuenta veces superior a Gran Bretaña. No es posible aducir que la cultura, la historia o ninguna característica social justifique esas diferencias. Ningún país desarrollado tiene una tasa de muertes por armas de fuego ni remotamente cercana a la de los Estados Unidos. El hecho es tan patente como moralmente inaceptable.
Como cristianos, como católicos, no podemos quedar indiferentes ante esta nueva masacre ni ante la inmensa cosecha de muerte que las armas de fuego producen cada año en los Estados Unidos. Quizás la solución no sea tan sencilla ni tan evidente como afirman los que quisieran simplemente derogar la Segunda Enmienda. Pero es inmoral —y en cierto sentido criminal— decir que simplemente no hay nada que hacer ante la carnicería que segó la vida de diecisiete adolescentes y adultos en la Florida el Día de los Enamorados.
Ese día era también el Miércoles de Ceniza. Al ponernos la ceniza en la frente, el sacerdote nos dijo: “Conviértete y cree en el Evangelio”. ¿Cómo podríamos decir que nos hemos convertido y creemos en el Evangelio si permanecemos indiferentes ante la masacre interminable y cotidiana de inocentes?