MI NIETA, nacida en Estados Unidos, cumplirá 18 años este 2017. Tenía seis añitos cuando su padre fue deportado. Todos los días preguntaba: “¿Dónde está papi?” Con lágrimas le respondíamos: “Él tuvo que salir, mi niña; pero pronto va a llamarte, y te va a escribir”.
Y empezaron a llegar las cartas con caritas y dibujos de animalitos que alegraban brevemente el rostro de la niña, pero que a la misma vez le hablaban de una realidad que tuvo que empezar a absorber a su corta edad: su padre no volvería. Su rostro infantil se fue poniendo triste, y fue creciendo sólo con el recuerdo de esos bellos años infantiles en los que jugaba y bailaba con su papi; pero sin poder tenerlo ni aún en los momentos cumbres como su Primera Comunión.
Ya más grande, ha viajado a visitarlo. Los dos saben que cada momento juntos es breve y que deben llenarlo de alegría, escapando de una realidad que días después se torna en lágrimas de dolor porque la separación es inminente. El tiempo inexorable ha seguido pasando y marcando huellas de dolor y de impotencia. La niñita alegre es hoy una adolescente que tiene miedo de abrirse a los demás; es la jovencita rebelde que pone barreras en sus relaciones aún con los que la amamos incondicionalmente. Es como si tuviera miedo de amar y luego perder lo que ama.
De acuerdo a los sicólogos, los niños que pierden a sus padres —sea por muerte, deportaciones o abandono—, se resienten con ellos y con los demás porque perciben la ausencia del ser que los trajo al mundo como un abandono, aunque no haya sido así precisamente.
Hoy se habla de miles de niños separados de sus padres debido a las deportaciones. ¿Cómo enfrentar tanto drama de dolor; y cómo ayudar? No es fácil hallar respuestas efectivas y adecuadas a estas preguntas.
Desde el punto de vista legal la solución parece más clara. Para evitar que estos niños sean puestos en adopción o en un foster home en caso de que los dos padres sean deportados, se les pide a los padres que firmen con tiempo un poder en el que autoricen a una persona con documentos que se haga cargo de los niños mientras ellos resuelven su situación. Desde el punto de vista humano no hay salida ni solución fácil. Habría que establecer un proceso de acompañamiento, con ayuda de sicólogos, para estos niños. El proceso puede tardar muchos años, como en el caso de mi nieta.
En este proceso he aprendido varias lecciones:
1) Ni culpemos ni juzguemos a nadie. Cuando reprochamos nos llenamos de amargura, nos desviamos del verdadero enfoque que es ayudar a los niños y a las familias que claman misericordia y apoyo.
2) Perdonemos y bendigamos a los que pensamos son los causantes de tanto dolor. Dios nos dará gozo y paz.
3) Contrario al dolor de la muerte que se mitiga, el dolor de la deportación no pasa nunca porque sus efectos permanecen vivos en todos los afectados. Son llagas que crecen.
4) Aprendí que Dios no nos deja solos, que el Cristo del Calvario y de la Resurrección camina con nosotros y nos da la gracia para aprender a vivir con fe y esperanza. Ojalá que todos los niños de las deportaciones y todos sus familiares encuentren su día de Easter, su Pascua de Resurrección, en medio del calvario de sus vidas, convencidos de que Dios camina con su pueblo