Este año ha sido muy difícil para toda mi familia, especialmente para mi madre de 94 años. Sus días y sus noches han estado marcados por una constante espera, a veces angustiante, a veces llena de esperanza. Cuando le dieron la noticia de que a mi hermana le quedaba poco tiempo de vida, ella esperó días y noches por un milagro. A menos de cinco meses de la muerte de su hija, recibe la noticia de que otro hijo, diagnosticado con cáncer, también le queda poco tiempo de vida.
Mi madre, debilitada por el tiempo, pero fortalecida por el amor a su hijo, saca fuerzas para bendecirlo y con el rosario en sus envejecidas y temblorosas manos, se sienta quietecita a orar y esperar. La Virgen la acompaña en esta espera porque ella es el ejemplo de cómo se debe esperar tanto las noticias malas como las buenas. María, durante nueve meses esperó con fe y alegría al hijo que se movía en sus entrañas. En el nacimiento y niñez de Jesús, ante eventos que la sorprenden, que no entiende, espera y “medita todo en su corazón” (Lucas 2,19).
Cuando finalmente Jesús empieza su misión ella sigue esperando. Observa y escucha extasiada las prédicas y milagros de su hijo. No sabe lo que va a pasar, pero sigue confiada, esperando. Durante la Pasión y Muerte de Jesús, lo acompaña paso a paso y allí se queda al pie de la cruz, dejándose bañar por las gotas de la sangre de su hijo. Sigue sin entender, sin preguntar por qué. Sigue esperando. Y esperando, en compañía de los discípulos de su hijo, el Espíritu Santo se derrama en ella y en todos los que allí en el Cenáculo están esperando con fe y paciencia el cumplimiento de la promesa.
Durante el Adviento, se nos presenta a María en dos advocaciones: La Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, y la Virgen de Guadalupe, el 12 de diciembre. Las dos encarnan la espera del Salvador. Las dos se aparecen a personajes de clases económicas y sociales necesitadas de esperanza.
Las dos se definieron a ellas mismas en dos apariciones y dos escenarios diferentes. La Inmaculada se le aparece a Bernardita, una pastorcita pobre, en 1858, y le dice que su nombre es Inmaculada Concepción, confirmando lo que el Papa Pío IX, en el año 1854 había definido como dogma, el cual afirma que la Virgen María, madre de Jesús, a diferencia de todos los demás seres humanos, fue preservada inmune de toda mancha original desde el primer instante de su concepción en atención a los méritos de Cristo Jesús. Nuestra Señora de Guadalupe se aparece a Juan Diego en un momento de dolor y opresión para el pueblo indígena del tiempo de la conquista española de México.
Ella, la Madre, adopta el color moreno, los rasgos mestizos, y la lengua de ellos. A través de “su hijo, el más pequeño” les comunica su mensaje de amor y esperanza. Con las palabras “¿No sabes que soy tu madre?” restaura en ellos su autoestima caída y su dignidad de hijos de Dios.
Las dos advocaciones del Adviento: la Virgen Inmaculada y la Virgen de Guadalupe, nos acompañan en tantas esperas de nuestras vidas, tristes o alegres. Ellas nos enseñan cómo esperar y encarnar en nuestros corazones al Niño Emmanuel en cada Navidad.
El Hijo es la razón de la alegría de la espera. Así lo afirma el profeta: “La Virgen está encinta y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel” (Isaías 7,14). Así lo repetimos y creemos nosotros.
Emmanuel, Dios con nosotros, nos mira, nos invita desde el regazo de su madre. Nos promete paz, alegría y esperanza.
¡Feliz Navidad a todos!