CADA NAVIDAD EL PESEBRE de mi madre ha sido uno de los más visitados y nombrados en la ciudad donde vive.
Después de la muerte de dos de sus once hijos, con el alma herida y con un cuerpo debilitado por sus 96 años, ya no tiene la misma energía para hacerlo como antes. Ah, pero tampoco permite que nadie se lo haga; pues ella disfruta profundamente la preparación y celebración del Niño de Belén.
Cada día, durante esta época, llega a su cuna caminando lentamente con su andador, y se sienta por horas a contemplarlo. No le pregunto nada para no interrumpir su oración, pero puedo leer en su rostro que su alma cargada de memorias pasadas, dolores del presente y preocupaciones del futuro se va llenando de paz mientras ja su mirada en el pesebre.
En el mundo de hoy, muchas veces perdemos la dirección y el enfoque de nuestras vidas. Las recientes elecciones nos han dejado divididos, heridos y preocupados. Las amenazas del terrorismo nos oprimen. Los desastres naturales nos asustan. La violencia del Medio Oriente nos deja sin palabras. Los problemas nuestros y de nuestras familias nos abruman. ¿Cómo cargar con tanto peso?
Solos no podemos. La Navidad nos da la oportunidad de volver la mirada hacia Aquél que es nuestra esperanza. Las cuatro semanas de Adviento nos invitan a hacer una pausa en medio de la prisa y meditar en aquello que nos impide mirar jamente a Jesús Niño; de re exionar en el llamado de San Juan Bautista: “Conviértanse porque está cerca el reino de los cielos”.
El Adviento nos invita a ser pacientes, a poner en práctica el consejo de San Pablo en la Carta a los Romanos 15,7; “Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió”; y clamando diariamente el estribillo del Salmo 146: “Ven, Señor, a salvarnos”. (Lecturas del Tercer Domingo de Adviento.)
El papa emérito Benedicto XVI en el Adviento del 2010 nos dio un sabio consejo para fortalecer nuestros corazones, “que ya de por sí son frágiles y que resultan todavía más inestables a causa de la cultura en la que estamos sumergidos. La ayuda no nos falta”, nos dijo. “Es la Palabra de Dios. «Fortalezcan sus corazones» (Santiago 5,8). De hecho, mientras todo pasa y cambia, la Palabra del Señor no pasa. Si las vicisitudes de la vida hacen que nos sintamos perdidos y parece que se derrumba toda certeza, contamos con una brújula para encontrar la orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva”.
En la noche de Navidad del 2014, el papa Francisco nos dijo que todo lo que tenemos que hacer es acogernos a la ternura de Dios: “El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados… Ahora tienen que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. Todo lo que tenemos que hacer es suplicarle: “Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto”.