El Proyecto “Andrew” se convocó con mucho éxito en mi parroquia de Reina de los Ángeles el 15 de abril. Se trata de un programa que organiza la Oficina de Vocación de la diócesis para dar oportunidad a que nuestros jóvenes conozcan más sobre la vocación religiosa y la vida sacerdotal en una tarde de oración, cena —deliciosas hamburguesas y chimichangas— y conversación.
Asistieron al evento más de treinta jóvenes, siete sacerdotes y Mons. Paul Sánchez, obispo auxiliar de la diócesis. El tiempo de oración que pasamos alrededor del Sagrario dio lugar a que la cercanía con el Señor facilitara un buen momento de recogimiento.
Luego, el padre Jun Hee Lee, uno de los directores regionales de la diócesis para las vocaciones, dirigió las oraciones de las vísperas, la explicación de los objetivos de la actividad y también moderó el intercambio de preguntas y testimonios entre los jóvenes y los sacerdotes. Uno de las preguntas a los sacerdotes fue: “¿Cuál ha sido el momento de mayor alegría en su sacerdocio?” Cada sacerdote presente dio su propio testimonio. Quisiera aquí compartir el mío.
Cuando estudiaba mi doctorado en Derecho Canónico en la Universidad de Navarra (Pamplona, España), trabajaba también como capellán del hospital de la misma universidad. Una tarde que me llamaron de urgencia para administrar la unción a un enfermo en la Unidad de Cuidados Intensivos. La llamada llegó en un momento difícil, porque ya estaba vestido para comenzar la misa en el oratorio del hospital. Como era domingo había bastante gente asistiendo para cumplir el precepto dominical. Aunque insistieron en que la situación del paciente era extrema, rogué que me esperara un poco hasta terminar la misa. Nada más terminar, sonó de nuevo la alarma. Con el ritual y santos oleos corrí hasta la UCI. Al llegar, vi que el paciente estaba con muchos cables conectado a los monitores emitiendo sonidos y movimientos estremecedores. Entonces entendí que realmente el paciente estaba en un estado muy grave. Por instinto hice solamente la fórmula ungiéndolo en la frente y en las palmas mientras decía: “Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el señor con la gracia del Espíritu Santo… Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te reconforte en la enfermedad. Amén”.
Al decir esta última palabra todos los movimientos y sonidos de los monitores cambiaron. Discretamente, hice una gesto a la enfermera para preguntar qué pasaba. Ella me dijo que el paciente acaba de fallecer. Para mí fue asombroso apreciar cuánto el fallecido deseaba recibir la gracia del perdón que aguantó con su último aliento de vida para recibirlo.
Aquella noche, al reflexionar sobre mi experiencia de aquel día, cambié de opinión. Podría ser que el fallecido lo deseara también, pero el que más lo deseaba es el Señor, que sostuvo su vida hasta recibir el sacramento, porque de lo contrario no hubiese ocurrido la Extrema Unción. Entonces llegué a la conclusión de que la última palabra de Dios es siempre la misericordia. Algo por lo que siempre le doy gracias a Dios, porque al hacerme sacerdote he sido testigo de lo maravillosa que es su misericordia.