El Domingo de Ramos llegó a La Habana el presidente de los Estados Unidos en medio de malos augurios. Esa mañana la policía cubana había reprimido violentamente una manifestación pacífica de las Damas de Blanco, un grupo opositor formado por esposas de presos y expresos políticos. El presidente de Cuba Raúl Castro no fue a recibir al presidente Obama al aeropuerto, no hubo alfombra roja ni bandas militares. El mensaje era claro: Obama había sido invitado, pero no era bienvenido. Para empeorar las cosas, al tocar tierra el Air Force One comenzó a caer un recio aguacero tropical.
Los críticos del Presidente habían advertido que visitar Cuba sería como premiar a una dictadura que no ha correspondido sus gestos conciliadores. La humillación de la llegada parecía confirmar esos temores: la visita podía ser un desastre para el presidente Obama.
Pero entonces se abrió la puerta de la nave. Barack Obama, paraguas en mano, bajó la escalerilla protegiendo a su esposa de la lluvia. Detrás venían sus hijas y su suegra. Para quien no haya vivido bajo un régimen totalitario es difícil imaginar el valor de esa imagen. Para los gobernantes cubanos, que nunca aparecen con sus cónyuges —ni bajo la lluvia ni en días radiantes—, aquel hombre sosteniendo el paraguas y seguido por sus hijas era el primer “escándalo” de la visita.
El presidente Obama y su familia fueron del aeropuerto a recorrer La Habana Vieja, llegaron hasta la Catedral y saludaron al cardenal Jaime Ortega. Luego fueron a comer a un restaurante privado. (Durante tres décadas el gobierno prohibió todo negocio privado en la Isla.)
Obama comenzaba así su visita rindiendo homenaje a dos valores que el gobierno cubano trató de aniquilar en los últimos 57 años: la fe de los cubanos en Dios y en su propia iniciativa.
Al otro día se realizó una conferencia de prensa. Antes de la inspirada —e impecable— intervención de Obama, los cubanos vieron a un Raúl Castro que a duras penas lograba leer un texto gris y desangelado. Luego vinieron las preguntas de la prensa. The New York Times describió lapidariamente la escena en un editorial:
En el Sr. Obama los cubanos vieron a un estadista elocuente a pocos meses de dejar su cargo. En el Sr. Castro vieron a un autócrata gruñón que era incapaz siquiera de formular oraciones coherentes cuando un periodista le preguntó por qué su gobierno sigue llevando a la cárcel a los ciudadanos cubanos por sus opiniones políticas.
El martes en la mañana, el presidente Obama dio un discurso en el Teatro Nacional. “Cultivo una rosa blanca”, dijo Obama en español, citando el famoso verso de José Martí. El discurso, que comienza reconociendo la complicada historia de las relaciones entre los dos países, es un llamado a poner la mirada en el futuro.
Obama también dejó en claro las diferencias que hay entre los dos gobiernos. Y lo hizo con una confesión de fe democrática:
Creo que los ciudadanos deben tener la libertad de decir lo que piensan sin miedo, de organizarse y criticar a su gobierno, y de protestar pacíficamente […] Creo que cada persona debe tener la libertad de practicar su religión en paz y públicamente. Y, sí, creo que los electores deben poder elegir a sus gobiernos en elecciones libres y democráticas.
Lo decía en un país donde todos los días los ciudadanos son reprimidos por expresar lo que piensan, donde desde hace 57 años el líder supremo tiene el mismo apellido, donde hay un solo partido legalmente permitido y todos los medios de comunicación están en manos del gobierno; y donde la última elección democrática se celebró en 1952. Y lo dijo ante el máximo responsable de la situación actual: Raúl Castro.
“Yo he venido aquí a enterrar los últimos remanentes de la Guerra Fría en las Américas”, afirmó Obama. La frase puede referirse al enfrentamiento entre los dos países, pero también al anacronismo de un gobierno perpetuo que dice profesar un ideología fallida.
En cualquier caso, el entierro es tarea complicada. En Cuba parecen enfrentarse dos alternativas: la reconciliación o la resignación. La reconciliación supone la superación de una historia traumática —y del sistema que la causó—, y la decisión de perdonar y mirar al futuro. La resignación equivale a aceptar que nada puede ser cambiado sin la voluntad de los que nada, en esencia, quisieran cambiar. Obama parece inclinarse por una trabajosa, pero legítima, reconciliación.
No hay ninguna garantía de que su nueva política vaya a lograrlo. Las críticas a su decisión de ir a Cuba son válidas, pero el presidente Obama ejecutó su plan con una maestría y una elegancia que merecen elogio, y que los cubanos recordarán por mucho tiempo.