Análisis

Oración y providencia divina

Al tratar en la “Summa Theologica” de la oración, Santo Tomás de Aquino (s.XIII), plantea esta interrogante: Utrum sit conveniens orare (si es conveniente orar) (Cf. S.Th. II-II q.83 a.2).

Una primera aclaración se impone para comprender en toda su profundidad la cuestión que aquí se plantea.

El término “conveniente” en Santo Tomás equivale a “útil” y, en ocasiones, a “necesario”. Lo que aquí se pregunta es, en consecuencia, si es “útil”, es decir, si “vale la pena” orar, o, en otros términos, si es “eficaz” la oración.

Se trata de un tema que hoy rara vez aparece en los tratados sobre la oración, pero sumamente importante. A primera vista parecería una interrogante sin sentido, puesto que el Evangelio de Lucas, en un texto que el mismo Tomás cita, afirma que “es preciso orar sin desfallecer” (Lc 18,1).

Se trata de la Revelación divina, de la Palabra de Dios que, como sabemos, en teología es una autoridad indiscutible. ¿Por qué, entonces, cuestionarlo?

Todo podría acabar en que, como el Evangelio pone en boca de Jesús que “es preciso orar sin desfallecer”, esto bastaría para considerar conveniente a la oración.

Una conclusión que apoyamos, estrictamente, por motivo de fe. Que es, sin duda alguna, más que suficiente. Pero Santo Tomás quiere ir más allá e interrogar a la razón desde la fe y a esta desde la razón.

San Anselmo —otro escolástico— tiene un dicho muy iluminador y actual, que nos libra de dos extremos peligrosos: el “fideísmo” y el “racionalismo” y nos muestra la necesidad del diálogo —válido más que nunca para nuestros tiempos— entre la fe y la razón.

He aquí la frase: “fides quaerens intellectum” (la fe pregunta al entendimiento), y al revés, “intellectus quaerens fidem” (el entendimiento pregunta a la fe).

En torno a este principio gira la teología, que es “ciencia que parte de la fe”, pero “ciencia”, rigurosa, con su objeto (Dios) y su método, como cualquier otra ciencia.

Introduzcámonos, entonces, de la mano de Santo Tomás, en esta interrogante y vayamos sin más al “nudo” de la cuestión. El tema está en cómo componemos la necesidad de que se cumpla lo que Dios en su Providencia dispone con la utilidad de la oración.

En otros términos, se trata de articular “inmutabilidad” divina y “necesidad” de que se cumpla lo dispuesto por Dios, con la libertad humana y los actos que de la misma proceden, como la “oración”. Esto nos pone ante una verdadera “aporía”, ante un aparente “callejón sin salida”.

Si, en efecto, afirmamos que la oración cambia las disposiciones divinas, luego, Dios no es inmutable y no es necesario que se cumpla siempre su voluntad. Si, por el contrario, afirmamos que la oración no puede cambiar lo dispuesto por Dios, entonces ¿para qué rezar?

La oración, es, en este supuesto, inútil. Planteado el problema en toda su crudeza vamos a la respuesta de Tomás. No es posible —dada la brevedad de este artículo— relevar las corrientes filosóficas de fondo contra las que el Aquinate disputa.

Por ello nos referiremos a los errores en que “los antiguos” —especialmente los “estoicos”, pero no solo ellos— erraron “en lo que concierne a la oración”. Digamos de entrada que todos ellos consisten en una falsa concepción de la Providencia que resulta incompatible con la libertad humana.

Para decirlo en una palabra el error que subyace a todos es confundir el hecho de que es “necesario” que se cumpla la voluntad de Dios con la afirmación de que, dado este presupuesto, todo lo que sucede en este mundo, sucede por necesidad, es decir, que no queda espacio alguno para la libertad humana.

Por ello mismo —para salvar esta dificultad— algunos “excluyeron la Providencia en los asuntos humanos”; otros afirmaron la “variabilidad de la providencia […] pudiendo hacerla nosotros cambiar con oraciones u otras prácticas de culto”.

Finalmente, algunos afirmaban “que todos los sucesos, aún los humanos, seguían un curso necesario, que explicaban por la inmutabilidad de la Providencia, la influencia de los astros [¡pensemos en tantos hombres que hoy en día creen en la astrología!] o la concatenación de las causas. La consecuencia era la misma: negaban la utilidad de la oración”.

Esto explica la conclusión de Santo Tomás: “Tenemos, por lo tanto, que mostrar de tal modo la utilidad de la oración, que nos guardemos de imponer necesidad a las cosas humanas sometidas a la Providencia divina y de concebir como mudables las disposiciones divinas”.

Pero ¿cómo justificar este principio? Tomás remite, para ello, a lo que él llama “El primer libro”, especialmente —pero no solo— al Tratado de Dios y, más concretamente, a la cuestión sobre la Providencia divina (S.Th. I q.22).

No podemos, claro está, detenernos en esta interesante pero compleja cuestión y, así, vamos directamente al “centro”. Dios ejerce su providencia sobre el mundo a través de lo que Santo Tomás llama “las causas segundas” y, así, todo lo que Él prevé y dispone como efecto, indefectiblemente se produce por acción de alguna causa que lo origina y explica, y que entra en el orden general dispuesto de antemano por Él.

Por consiguiente, es necesario que se cumpla lo dispuesto por Dios, su voluntad, tal y como Dios lo determina.

Pero ello no implica que no haya lugar para la libertad, porque algunas cosas, como los actos humanos, Dios las quiere como libres y, al ejercerse esa libertad y producirse el consecuente efecto, en nada afectan la inmutabilidad de las disposiciones divinas sino que, por el contrario, las cumplen.

Así, Providencia y libertad humana lejos de oponerse se articulan de modo armónico.

Además téngase en cuenta —como el mismo Santo Tomás explica— que “nuestra oración no tiende a cambiar la disposición divina, sino a obtener todo aquello que Dios tenía dispuesto conceder por las oraciones de las almas santas”.

La conclusión se impone: como afirma el Evangelio “es preciso orar sin desfallecer” (Lc 18,1). La oración, en este sentido, es conveniente, útil y necesaria y, por ello, el Señor nos exhorta a practicarla asiduamente.

Para concluir este breve artículo quisiera destacar la importancia —más allá de la cuestión de la oración— de articular la relación Providencia-libertad humana que, como otras (historia-escatología, gracia-naturaleza; fe-razón; Iglesia-cultura), constituyen la médula de toda civilización cristianamente concebida. La opción no es Dios “o” el hombre sino Dios “y” el hombre.

La historia, en efecto, tiene dos protagonistas: Dios con su Providencia y el hombre que la construye desde su razón y su libertad. Pero ni la razón es impenetrable a la Revelación, ni la libertad a la gracia.

Desde el punto de vista de una metafísica de la participación y la analogía, como la de Santo Tomás, ambos protagonistas accionan en diversos planos que, entre sí, se articulan y que son, cada uno de ellos, responsables de la totalidad del efecto.

La filosofía de la modernidad —que tantos aportes hizo, como el sujeto, la razón, la libertad—, en algunas corrientes no menores, ha tomado, desde Descartes hasta Marx, el rumbo de una creciente inmanencia que acabó negando a Dios hasta hacerlo desaparecer del horizonte humano y llevando, por ello mismo, la cultura a una inhumanidad creciente que aún nos amenaza y que es necesario reconducir a sus orígenes cristianos.