El jueves 24 de septiembre estará para siempre grabado en la memoria de mi corazón. Sin haberlo planeado, pero sí soñado, tuve la bendición de estar en la Catedral de San Patricio rezando las Vísperas con el papa Francisco. Mis hermanas en Cristo y yo nos sentimos profundamente agradecidas por tan preciado regalo.
Un periodista y un canal de televisión nos entrevistaron. El primero, antes del evento, mientras hacíamos fila nos preguntó qué esperábamos del Papa y le contestamos que estábamos muy emocionadas porque íbamos a verlo y a escuchar su mensaje. El canal de televisión, de Chicago, quería saber que pensábamos de este Papa, y de sus opiniones sobre los temas actuales. Le contesté que estábamos convencidos de que él es un hombre y profeta de Dios, que habla la verdad sin temor a represalias.
Llegar a la Catedral no es difícil en un día normal. El jueves 24, mi compañera y yo decidimos ir primero a Rockefeller Center a disfrutar el lugar, ya que apenas eran las 12:30 p.m. Después de una hora empezaron a poner las barricadas. Ya no podíamos pasar por donde habíamos planeado. Miramos la Catedral tan cerca y tan lejos a la vez porque ahora nos tocaba rodear todas las vallas que pusieron en varias calles alrededor de la Catedral. Mientras caminábamos buscando una entrada, notamos el ambiente de alegría y precaución a la vez. Los policías estaban alerta por todos lados; pero a la misma vez los que íbamos al encuentro con nuestro Santo Padre llevábamos el corazón lleno de esperanza y alegría.
Ya en la Catedral disfrutamos cada segundo. Saludamos con los conocidos, conversamos, tomamos fotos y esperamos. La música del concierto y el rezo del Santo Rosario llenaron de paz nuestro espíritu. Los aplausos de alegría inundaron el lugar cuando en la pantalla apareció la figura del Papa, que ya se aproximaba a la Catedral. Al hacer su entrada, la emoción de cada persona se expresó en lágrimas, aplausos y gritos de bienvenida. Un cardiólogo habría detectado ritmos anormales del pulso y palpitaciones rápidas del corazón.
“Esta tarde, queridos hermanos y hermanas, he venido a rezar con ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, para que nuestra vocación siga construyendo el gran edificio del Reino de Dios en este país”, nos dijo en la homilía. Ah, me sentí parte de un cuerpo de hermanos que han entregado su vida a Dios y a su pueblo. “Gracias, Señor”, me dije, “por considerarme parte de este pueblo escogido”.
Nos dio dos pilares para nuestra vida espiritual. El primero es sobre la alegría que debemos tener los hombres y mujeres que servimos a Dios. Debemos preguntarnos si somos capaces de enumerar las bendiciones recibidas. “La alegría brota de un corazón agradecido; pidan la gracia de la memoria para hacer crecer el espíritu de gratitud”.
El segundo pilar es el espíritu de laboriosidad, pues “un espíritu agradecido busca espontáneamente servir al Señor y llevar un estilo de vida de trabajo intenso”. Nos advirtió que nuestra entrega se puede apagar por dos razones. La primera es el peligro de medir nuestras obras con los criterios del mundo. A nosotros nos toca sembrar, Dios ve el fruto de nuestras fatigas. Si pareciera que nuestro trabajo es inútil, hay que recordar que seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso. El segundo es usar nuestro tiempo libre en una forma que no nos aleje del dolor y la pobreza de los demás, pues las comodidades pueden apagar nuestro espíritu de renuncia y de trabajo.
Con este mensaje inspirado en la primera carta de San Pedro (1,6), “Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un podo en pruebas diversas”, salimos de la Catedral dispuestos a vivir nuestra vocación con alegría, como él nos lo ha pedido.