Quienes vinimos a Estados Unidos siendo adultos hemos vivido nuestra fe en dos culturas. Nuestra fe católica es una de las cosas que se ha mantenido constante en medio de nuestro peregrinar. Ha cambiado el idioma en que hablamos con nuestros compañeros de trabajo y a veces con nuestros hijos. Ha cambiado la cultura que nos rodea, el modo de vida, nuestras mismas costumbres. Pero la fe sigue siendo la misma.
Católico quiere decir “universal”. Entrar en una iglesia en Brooklyn o Queens a participar en misa como lo hacíamos en nuestros países de origen nos recuerda esa universalidad. Aun cuando la misa sea en inglés —o en otro de los 33 idiomas en que se celebra la Eucaristía en esta Diócesis de los Inmigrantes— podemos seguir la liturgia que aprendimos de memoria siendo niños.
Sin embargo, como sabemos, la fe católica —universal— se incultura, es decir, se funde con la cultura de cada pueblo. Aquí y allá nuestra fe compartida se encarna y expresa con diferentes acentos.
Uno de los acentos particulares del catolicismo en Estados Unidos que me llamó la atención desde mi llegada fue el énfasis en el Domingo de Resurrección como episodio central de nuestra fe. Es justo que así sea. Como afirma san Pablo en la 1a Carta a los Corintios: “si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe.”
Recuerdo la primera vez que alguien, al salir de misa el Domingo de Ramos, me dijo en inglés: “Happy Easter!” Me deseaba una feliz Pascua, previendo quizás que no nos veríamos durante la semana. La felicitación me sorprendió porque en mi parroquia de Cuba nadie felicitaba a nadie por la Resurrección antes del fin de la Vigilia Pascual en la madrugada del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.
No nos atrevíamos a pensar en la alegría de la Pascua hasta no llegar a ella, pues antes debíamos pasar por el Viernes Santo.
En nuestros países el acento de la Semana Santa se centraba en el sufrimiento de la pasión y muerte de Cristo de manera más dramática que en la alegría de su Resurrección. Así sucede también en las imágenes de nuestras iglesias, construidas por los españoles o siguiendo la tradición española.
El Cristo crucificado de nuestros templos nos mostraba, con llagas y sangre, el sufrimiento horrendo que acompañó su muerte. El precio de nuestros pecados estaba siempre ante nuestros ojos. La imagen del Nazareno cargando la cruz o la de Cristo arrodillado, atado a la columna y mostrando las laceraciones de los latigazos, es también recurrente en nuestra tradición. Como también lo es la Virgen Dolorosa, con el corazón atravesado por una daga, junto a su Hijo crucificado.
Pocas veces vemos acá representaciones tan dramáticas de las torturas a las que fue sometido el Nazareno. Aquí el acento está en la Resurrección. Y como decía, es razonable que así sea, pues esa es la esencia de nuestra fe. Quizás ese énfasis esté también marcado por el carácter optimista de la cultura de Estados Unidos. Y por cierta reticencia a contemplar el dolor.
A veces hasta se llega a trivializar la Resurrección identificando la fiesta de la Pascua con sus signos más superficiales e infantiles: el conejo de Pascua o los huevos artificiales con chocolates en su interior.
Los que vivimos la fe “entre dos aguas”, entre dos culturas, podemos apreciar el valor —y los peligros— de cada inculturación del Evangelio. Ojalá supiéramos quedarnos con lo mejor de las dos tradiciones. Ojalá aprendiéramos a celebrar la Pascua con el entusiasmo de los anglosajones, recordando que ahí está la esencia de la fe, pero sin olvidar la Pasión, el precio que Jesús pagó por salvarnos.
Quizás una de las cosas que los hispanos podemos aportar a la vivencia de la fe en los Estados Unidos sea insistir siempre en que la historia de la salvación, para llegar a la alegría del Domingo de Resurrección, tuvo que pasar antes por el sufrimiento del Viernes Santo.