Columna del Obispo

Proclamación del Año de las Vocaciones

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En una de mis visitas durante la Semana de las Escuelas Católicas, un joven estudiante me preguntó: “Monseñor, ¿Ud. les da a los sacerdotes charlas motivacionales? Bueno, esta noche es su charla motivacional”.

Fue durante una de mis visitas a las escuelas que un niño de tercer grado me preguntó: “¿Cómo es Dios?” Me sorprendió su pregunta y le respondí iluminado por el Espíritu Santo: “Dios es amor; cuando ves o expresas tu amor, estás viendo a Dios”.

Un amigo sacerdote que estaba trabajando con personas con problemas mentales, fue de puerta en puerta en su parroquia buscando niños que necesitaban clases especiales de catecismo. Tocó al timbre de una casa y quien abrió fue un niño con síndrome de Down. Al ver al cura, el niño llamó a su madre diciendo: “¡Aquí está Dios!”

San Juan María Vianney dio una vez la definición más reveladora del sacerdocio:“El sacerdocio no es más que el amor
del corazón de Jesús”. En una de las meditaciones durante la Cuaresma, escuchamos: “A Dios nadie le vio jamás; el
Unigénito hijo, que está en el seno del Padre, nos lo declaró”.

Sí, cuando la gente ve a un sacerdote, en cierto sentido, se siente más cerca de Dios, sobre todo si el sacerdote está lleno del gozo del Evangelio y el amor del Padre.

Nuestro Santo Padre, el papa Francisco, nos habla del gozo del Evangelio, del amor y la misericordia de Dios. En la preparación de la homilía de esta noche, he revisado las del Papa, desde su primera Misa Crismal hasta la del año pasado, y descubrí que su tema constante es uno tomado de la lectura del Evangelio de hoy: “Jesús fue ungido por el
Espíritu Santo”. El sacerdote es quien unge, como Cristo, para llevar la alegría al pueblo de Dios. Esta noche estamos reunidos — sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles de Brooklyn y Queens— porque de alguna manera tenemos la responsabilidad de ungir al pueblo de Dios, a los pobres, a los prisioneros, a los oprimidos.

En la homilía de su primera Misa Crismal, el papa Francisco dijo: “Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor:
‘Bendígame, padre’, ‘rece por mí’ son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios”. El Papa también nos dice: “El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco, se pierde lo mejor de nuestro pueblo […] Esto les pido: sean pastores con ‘olor a oveja’, que eso se note; sean pastores en medio del propio rebaño, y pescadores de hombres”.

Y continúa: “Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquel de quien nos hemos fiado: Jesús”. En su segunda Misa Crismal, el Santo Padre habla de ser ungido con el óleo de la alegría —Crisma—, la alegría del Evangelio, diciendo: “La alegría del sacerdote es un bien precioso no solo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir”.

Sí, hay una alegría que nos unge, una alegría incorruptible, una alegría misionera, una alegría custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia. En su tercera Misa Crismal, el Pontífice nos habla del cansancio en el ministerio sacerdotal. Dice el Santo Padre: “Nuestro cansancio,
queridos sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al cielo. Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre”.

El año pasado, celebré con júbilo mi 20 aniversario de ordenación episcopal, con una misa en el Centro de la inmaculada Concepción en Douglaston, rodeado de mis hermanos obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles de nuestra Diócesis. En la homilía, animé a cada uno de ellos a hacer un compromiso renovado en el reclutamiento
vocacional, un llamado a doblar nuestros esfuerzos en descubrir y reclutar hombres y mujeres jóvenes al sacerdocio y a la vida religiosa.

A lo largo de mi ministerio episcopal al servicio de la Iglesia de Brooklyn y Queens, he hecho de la pastoral vocacional una prioridad.

Esta noche, me comprometo a mantenerla a la vanguardia de nuestra misión unificada.
Esta noche, deseo proclamar oficialmente el “Año de las Vocaciones”, a partir del 4 de agosto, fiesta de San Juan María Vianney, patrón de los sacerdotes. El tema de este año será: “Renovar el llamado” y el objetivo, inspirar a nuestros jóvenes, en nuestras calles, comunidades, escuelas, parroquias y grupos juveniles, a renovar el llamado de
Dios en su corazón.

Y así, por extensión, renovar el llamado en todos los que ya estamos viviendo nuestra vocación para crear un ambiente más propicio al llamado vocacional para que pueda ser escuchado, valorado, fomentado y respondido. Animo a todos a comenzar a vivir este “Año de las Vocaciones” con un compromiso de renovación interior para ser testigos más fuertes y eficaces del Evangelio en Brooklyn y Queens.

El papa Francisco, en la homilía de su tercera Misa Crismal, dijo: “El que unge a los fieles con aceite, también es ungido por el Señor. Él le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos” (Is 61:3).

Cuando escucho estas palabras, pienso inevitablemente en monseñor Chappetto y su incansable esfuerzo diario por el
bienestar de los sacerdotes de Brooklyn y Queens. También pienso en monseñor Gus Bennett, que trabajó hasta el final de su larga vida sin perder la alegría. Y pienso en monseñor John Brown, que trabajó tanto y con tanto esmero por el bien de los sacerdotes de esta diócesis.

El Santo Padre describe entonces la misión del sacerdote: “[…] llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos”.

Ahora pienso en nuestros inmigrantes indocumentados. Hay medio millón de indocumentados aquí entre nosotros en la Ciudad de Nueva York, la mayoría viviendo en nuestra diócesis de Brooklyn y Queens. Nuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos son quienes los consuelan, especialmente a aquellos cuya condición legal no puede ser resuelta.

Viene también a mi mente monseñor Jim Kelly, que aunque está jubilado, todavía trabaja por el bien de tantos. Pienso en el padre Bob Vitaglione y el padre John Garkowski por su incansable labor con los indocumentados, pienso
en la labor de los Redentoristas en la Basílica de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y otros programas parroquiales. Y en el personal de nuestra propia Oficina Católica de Migración, inspirada por monseñor Ron Marino y
actualmente bajo la dirección del padre Patrick Keating, donde asistimos a tantas personas en su día a día.

Tenemos tantas parroquias con gran población indocumentada que necesitan ayuda, parroquias como las del padre
Ray Roden, el padre Rick Beuther, el padre John Vesey y muchos que como ellos intentan resolver a diario asuntos
relacionados con los indocumentados.

Posiblemente todos estén cansados, pero todos esperan el alivio del Señor, quien imitó a su propio Padre cuando lavó los pies de los apóstoles en la Última Cena.

Si queremos ser buenos confesores, los sacerdotes necesitamos el Sacramento de la Reconciliación. El pasado 2 de marzo, el papa Francisco celebró un “día de retiro” junto a los sacerdotes de Roma, donde les expresó: “Una cosa es clara: La tentación siempre está presente en la vida de Simón Pedro y la tentación siempre está presente en nuestras vidas. Además, sin la tentación uno no puede progresar en la fe. En el Padrenuestro pedimos la gracia no de caer, sino de no ser tentados”, dejando a un lado el discurso que traía preparado.

La reunión, celebrada en la Basílica de San Juan de Letrán, se retrasó durante 45 minutos porque el papa Francisco
estaba escuchando las confesiones de una docena de sacerdotes.

Yo también, como obispo, conozco las fallas de mis sacerdotes. Sin embargo, no tengo la oportunidad, como pudo
hacer el Papa, de darles la absolución sacramental, de ungirlos con el aceite de la alegría. Esta noche, realizamos
ese signo sacramental en la Eucaristía. Todos necesitamos orar.Todos debemos ser fieles al tomar nuestro retiro anual. Todos necesitamos al Jesús que nos ungió mediante el
Bautismo, la Confirmación y los demás sacramentos, para continuar ungiéndonos con el óleo de la alegría.

Y, por último, el Santo Padre, en su mensaje dado en la Misa Crismal del año pasado, se refirió a los sacerdotes
REMAR MAR ADENTRO Proclamación del Año de las Vocaciones Continuación como “ministros de la misericordia” durante el Año de la Misericordia. El papa Francisco nos dice: “Como sacerdotes, nos identificamos con ese pueblo descartado, al que el Señor salva”. Nosotros también necesitamos el perdón misericordioso de Dios para darnos gozo, para mostrar el rostro del amor de Dios a su pueblo. Cada uno de nosotros ha sido ungido por el Espíritu Santo, y ha sido llamado a ser surtidores de la misericordia del Padre, como también lo hizo Jesús, su hijo. Todo lo que recibimos de un Dios tan generoso, lo devolvemos con la misma generosidad.

Esta noche, unidos como sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos de Brooklyn y Queens, bendecimos los aceites que serán utilizados como signo sacramental de sanación y fortaleza para el servicio a Cristo y a su pueblo.

Que estos óleos sagrados sean alivio para los enfermos, perseverancia para nuestros catecúmenos, abundancia de los siete dones del Espíritu Santo para nuestros confirmandos, y que derrame en nosotros la gracia para ser fieles instrumentos de la verdad y caridad de Dios para los sacerdotes recién ordenados. Que la fragancia del aceite cristiano se eleve a la gloria de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que vive eternamente en el amor, ahora y siempre.