EL PASADO 12 DE AGOSTO, se congregaron en Charlottesville, Virginia, miembros del Ku Klux Klan, neonazis y nacionalistas blancos para protestar contra la intención del gobierno local de desmantelar una estatua del General Robert E. Lee, jefe de los ejércitos de la Confederación durante la Guerra Civil de los Estados Unidos.
Grupos opuestos a la manifestación organizaron una contraprotesta. El choque entre ambos grupos fue violento y terminó con la muerte de Heather D. Heyer, una asistente legal de 32, cuando un nacionalista blanco arremetió en su auto contra sus adversarios.
¿Cómo una estatua, erigida en 1924, puede ahora ser causa para que dos grupos se apaleen en la calle y una joven muera atropellada por un auto conducido por un psicópata? La respuesta quizás se halle en el efecto replicante del odio destilado del racismo. Y la resonancia actual del racismo no se entiende sin recordar la esclavitud y la segregación racial, que reinaba en el Sur hasta hace cincuenta años, y al racismo expreso o disimulado, que sobrevive hoy en tantos lugares y en tantas personas.
Los latinoamericanos, que muchas veces nos sentimos discriminados aquí por no ser anglosajones, a veces no logramos imaginar la experiencia de la población negra de este país; ni la percepción de esa experiencia.
Nosotros, en general, vinimos a este país por propia elección, buscando una vida mejor para nuestros hijos. Elegimos la opción que consideramos mejor, por más que el precio haya sido alto.
Nada podría ser más diferente de la experiencia histórica de los afroamericanos, que llegaron a este país encadenados como animales en barcos de esclavos. La historia de los Estados Unidos está atravesada por esa injusticia multisecular. En los males y desventajas que sufre hoy la población negra de este país está reflejado el mayor de los pecados de esta sociedad.
Difícilmente podría concebirse algo más anticristiano que la esclavitud o el racismo. Y esos son los pecados originales de esta nación que se llama cristiana. Y no son hoy pecados exclusivos de los anglosajones. Y son pecados que se manifiestan en las instituciones civiles, en la sociedad, en la Iglesia y en nuestro propio corazón.
Si nos tomamos en serio el mensaje de Jesús, tendremos que espantarnos ante nuestros propios prejuicios. Si tomamos en serio nuestra fe, tendremos que repudiar y combatir la maldad radical del racismo en cualquiera de sus expresiones. Y si nada de eso nos hace despertar, deberíamos al menos pensar que también nosotros y nuestras familias estamos en la mira de esos supremacistas blancos que salen a marchar con antorchas en defensa de una estatua.