QUERIDOS HERMANOS Y HERMANAS EN CRISTO:
El 18 de mayo, conmemoramos el centenario del nacimiento de Karol Wojtyła, quien se convirtió en el papa Juan Pablo II, actualmente san Juan Pablo II. Me gustaría compartir mi reflexión sobre san Juan Pablo II y yo. En primer lugar, debo decir que siempre sentí una enorme admiración por su persona y, desde luego, por sus logros. Durante su ministerio como Sumo Pontífice, una vez escribí un artículo sobre él titulado “El Papa migrante”, para leerlo en una conferencia.
En él describí no solo su migración de Polonia a Roma, sino también hacía referencia a sus numerosos viajes alrededor del mundo, creando un nuevo enfoque de lo que significa el papado en la Iglesia acercándose cada vez más a mayores multitudes. Su institución de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que tuvieron un tremendo éxito en el pasado y lo siguen teniendo después de su muerte, muestra cómo Juan Pablo II quería atraer la energía de los jóvenes del mundo.
En una nota personal, el papa Juan Pablo II me nombró Obispo auxiliar de Newark en septiembre de 1996, Obispo de Camden en julio de 1999 y Obispo de Brooklyn el 1 de agosto de 2003. Cada una de estas oportunidades de servir a la Iglesia me llegó a través de un hombre al que admiraba, especialmente por su santidad.
Recuerdo dos momentos especiales, que son particularmente significativos para mí. El primero ocurrió durante un viaje al Vaticano. El Santo Padre solía invitar a los visitantes a su misa matutina en su capilla privada en el Vaticano, y cualquier obispo o sacerdote presente podía concelebrar en el Altar junto a él. Tuve el placer de acompañarlo en un día de Cuaresma, cuando era obispo de Camden.
No había otro obispo presente, solo él y yo en el Altar. Antes de que comenzara la misa, todos pudieron entrar a la capilla y estar con el Santo Padre mientras meditaba. Su meditación, a simple vista, era mucho más que una simple oración. Parecía entrar en otro estado de la existencia. Su rostro brillaba con un fulgor particular que solo podía ser su comunicación con Dios.
Durante esa especial Liturgia que jamás olvidaré, se podía ver la devoción con la que celebraba la Misa. En ese momento, el Santo Padre todavía muy activo, podía darle un gran significado a la Liturgia.
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El segundo momento fue casi al final de su pontificado, durante nuestra visita Ad Limina, dos meses antes de su muerte. Las visitas Ad Limina se habían reducido considerablemente, ya que en las anteriores Juan Pablo II no solo se reunía en privado con cada obispo asistente, sino que también incluía un almuerzo con todos los obispos de cada región en particular. Estos almuerzos realmente eran un encuentro agradable con el Santo Padre. Él nos entretenía con sus bromas, que eran una muestra de su gran comprensión de la situación del mundo y de la Iglesia.
Pero esta última visita Ad Limina fue más sombría. El papa Juan Pablo II se encontraba en las últimas etapas de la enfermedad de Parkinson. Su rostro permanecía inmóvil, y estaba en una silla con algo frente a él para sujetarse, lo que le permitía sentarse más cómodamente. Su secretario personal, el arzobispo Stanislaw Dziwisz, me dijo que el Santo Padre haría preguntas de una sola palabra a las que yo debía contestar.
Estos han sido, posiblemente, los 15 minutos más largos de mi vida. Por ejemplo, el Santo Padre decía la palabra, “educación”, y yo le hablaba sobre la situación de la educación católica en la Diócesis de Brooklyn. Luego decía, “religiosos”, y yo respondería sobre los religiosos en nuestra comunidad, y así. Aunque las preguntas eran una sola palabra, se notaba claramente que escuchaba con atención lo que le contaba sobre nuestra Diócesis en Brooklyn y Queens. ¿Cómo podía alguien casi al borde de la muerte seguir teniendo tanta devoción al deber?
En esta ocasión, pude ver que el Santo Padre estaba sufriendo, sufriendo por su incapacidad para comunicarse y por la enfermedad en sí. El recuerdo de ese día por supuesto que nunca lo olvidaré. Cuando el 2 de abril de 2005, se anunció la muerte del papa Juan Pablo II se hizo de una manera muy singular.
Salió un cardenal y simplemente dijo: “Ha regresado a la Casa del Padre”. Qué maravillosa manera de explicar la muerte para alguien que cree en Jesucristo. Porque creemos en las palabras que Jesús mismo nos enseñó, que iba a la Casa del Padre para prepararnos un lugar.
El papa Juan Pablo II se sumergió en las profundidades de la historia humana. Sabemos con certeza que hay un lugar para este santo en la Casa del Padre. Hoy, cuando celebramos el centenario de su nacimiento, le cantamos como los polacos, que no dicen “Cumpleaños feliz”, sino “Sto lat, niechaj zyja nam”, deseándole al homenajeado que viva 100 años (sto lat). Sabemos que san Juan Pablo II no solo ha cumplido cien años, sino que también vive eternamente en la Casa del Padre. En este día de su cumpleaños celestial, pidamos la intercesión de san Juan Pablo II por la Iglesia, hoy tan necesitada de la sabiduría con la que nos guio durante más de 26 años.